La designación de doña Delgado como fiscal general ha inaugurado la nueva temporada, post investidura, de las aventuras que le esperan a don Sánchez y a sus aliados de gobierno. En el nombramiento, don Sánchez ha debido elegir entre la utilidad y la estética y ha elegido lo primero. Es lo que hacemos todos cuando arrecia el mal tiempo: chubasquero, gorro de lluvia y botas altas de goma. Nada elegante. Todos los fiscales generales de la democracia han sido nombrados a propuesta del gobierno de turno y a su conveniencia, de modo que, por más argumentos que se expriman en tertulias y columnas de opinión, la elección de doña Delgado no es distinta a la de los que le precedieron en el cargo, ni será excepcional tampoco el zarandeo que le espera a manos de la oposición. El fiscal general defiende los intereses del estado en el ámbito judicial y esos intereses los define el gobierno apoyado en su mayoría parlamentaria. Democracia pura.
En la democracia española todos estamos arracimados. Desde el último votante, que marca la intención, hasta las más altas magistraturas, que la materializan, todo son redes partidarias en competencia unas con otras. Quizá por eso tiene tanto prestigio en el palique político una noción imposible: la independencia. Nadie es independiente del tinglado en el que opera. Tampoco los jueces, ni los fiscales. Estos tienen autonomía funcional, como cualquier otro funcionario, y, en el mejor de los casos, competencia profesional, pero es imposible imaginar que actúen con plena independencia. Si fuera así, no tendrían la piel tan fina ante los comentarios que ponen en cuestión sus decisiones ni actuarían corporativamente ante las críticas que reciben. Independencia y democracia son nociones antagónicas.
Tras ser propuesta por el gobierno, la figura del fiscal general atraviesa dos trámites, ante el poder judicial y en el parlamento. Este segundo paso es completamente inocuo porque el gobierno tiene mayoría parlamentaria para validar su decisión y el primer paso también debería serlo porque en realidad el consejo del poder judicial atiende únicamente a la legalidad del nombramiento pero, ay, la almendra de la cuestión está en que una estrategia llevada a cabo con plena deliberación y eficacia durante los últimos años ha convertido el poder judicial en un brazo de los designios de la derecha hasta ayer gobernante. Así que además de la legalidad, algunos prebostes de la toga quieren que también se examine la idoneidad de la jurista propuesta, es decir, si les gusta o no la persona que el gobierno ha designado. ¿En base a qué se juzga la idoneidad? Desde que el pepé decidió oficiosamente que la judicatura es la última ratio de sus decisiones políticas, los tribunales han protagonizado algunos episodios de justicia creativa al más alto nivel. Esta política ha creado un hábito nocivo entre los herederos voxianos de la derecha, decididos a ejercer su labor de oposición poniendo denuncias y querellas a troche y moche contra todo lo que no consideran idóneo. Es imaginable que una parte de la judicatura, quizá la mayoría, considere que esta deriva es aberrante y peligrosa para el mismo funcionamiento de la justicia. Pero no hay duda de que una parte de los jueces están empeñados en poner una pica en Flandes, como les gustaría a los voxianos.