Algunos tenemos tanta edad que fuimos contemporáneos de don José María Gil Robles, bien que por un periodo muy breve. Fue en aquel fascinante baile de máscaras de los primeros años de la transición, antecedente inmediato de la movida madrileña y del cine de Almodóvar, en el que se manifestaron en carne y hueso personajes que creíamos mitológicos porque solo sabíamos de sus andanzas por los libros. Don Gil Robles era entonces un dinosaurio de rostro lunar, ojillos tapiados por exageradas gafas de pasta, piel con manchas de color tabaco, papada abundante, belfo caído y dueño de una voz grave de retórica antigua. A la sazón apareció al frente de un partidillo democristiano que habría de heredar su hijo pero que no tuvo ninguna oportunidad porque fue barrido por los electores a la primera de cambio. Aquel abuelo solemne al que nadie hizo caso a finales de los setenta había sido sin embargo el político más relevante de la derecha durante la segunda república.
Monárquico y clerical, en los últimos años del régimen republicano el personaje se dejó deslumbrar por el fascismo en el poder en Alemania e Italia. Encabezó una coalición electoral con el nombre, un tanto alambicado, de confederación española de derechas autónomas (ceda) y adoptó maneras propagandísticas aprendidas de Berlín y Roma: inventó para su partido un logo con la cruz de las cruzadas sobre fondo rojigualdo, se hizo aclamar como jefe, jefe, jefe y exigió para sí todo el poder. Historiadores posteriores, afectos a su figura, afirmaron que no era fascista pero, desde luego, lo parecía. También coqueteó con algunos generales de la cúpula militar, un hábito inveterado en la derecha española, los cuales, sin embargo, prefirieron, llegado el momento, dar el golpe sin contar con ese jefe porque ya tenían caudillo. Esto le llevó a un melancólico exilio del que volvió a finales de los sesenta para ejercer de abogado defensor en algunos juicios políticos de relumbrón en el tardofranquismo, a la espera de la segunda oportunidad.
El fantasma de Gil Robles ha visitado al escribidor cuando leía la noticia del interesante coloquio habido entre don Aznar y don Casado en la dizque aula de liderazgo de un llamado instituto atlántico de gobierno, que por el nombre diríase que en él imparte docencia Winston Churchill pero que pertenece a una universidad que ayuda a entender por qué España tiene solo tres centros de enseñanza superior entre los primeros quinientos del mundo. El coloquio, en realidad, fue un diálogo entre el maestro y el pupilo en el que el primero advirtió al segundo de que el país está ante un amenazante cambio de régimen, como cuando la república, y que la solución es una versión actualizada de la ceda a la que venimos a llamar españa suma bajo el liderazgo del naciente gilrrobles. Esta formación que por ahora, más modestamente, se llama pepé, debe ejercer una oposición implacable al gobierno del frentepopular, según el maestro, a la vez que debe actuar con independencia respecto a la vox (diríamos, con la misma independencia con que don Gil Robles quiso actuar respecto a la falange de Primo de Rivera, con el resultado sabido).
Ahora también, como cuando entonces, hay un enemigo exterior infiltrado que nos roe los zancajos y que no es Stalin sino Maduro, según ha recordado el maestro. El pupilo estaba exultante por esta investidura académica que vale como otro máster que bien puede añadir a su frondoso currículo. En cierto momento, maestro y pupilo han interpretado un dueto sublime, wagneriano: En política internacional, la debilidad del gobierno apesta, ha dicho el maestro. La debilidad se huele y los otros huelen la sangre, ha abundado el discípulo, dispuesto a demostrar que lo ha entendido. Ejemplo al canto: Marruecos nos quiere birlar una buena parcela de aguas territoriales. ¿A qué espera don Sánchez para conquistar de nuevo el peñón de Perejil?