Un dron, ese chisme que acumula en su ingenio los miedos reunidos que profesamos a la robótica y a los extraterrestres, ha interrumpido el tráfico del mayor aeropuerto del país. Alguna aeronave ha tenido que aterrizar de urgencia en una pista vacía, pero las más han sido desviadas a otros aeropuertos más o menos lejanos. Horas de incertidumbre y espera en lugares remotos y desconocidos. De repente, los usuarios de los altamente codificados y vigilados viajes aéreos han sufrido el albur de los primeros navegantes y han desembarcado en una isla desierta, aferrados a su aparatito móvil para el cual quizá no hay cobertura. Entretanto, allá abajo, en tierra, un virus extiende sus lábiles tentáculos, alcanza aleatoriamente a este o a aquel, y deja desiertas las ciudades donde se ha propagado. Millones de seres humanos encajados en hormigueros urbanos o estibados en aviones de transporte están paralizados, suspendidas sus rutinas y esperanzas, convertidos en carne de cañón de los nuevos males planetarios, y un vientecillo de desconfianza, cuando no de pánico, penetra por la ventana entornada de nuestra existencia.

El fin del mundo, ¿llegará desde las nubes o brotará de las entrañas de la tierra? Las sociedades no pueden crecer y desarrollarse obviando esta pregunta sin respuesta racional, que es también una promesa apocalíptica. Ninguna civilización ha querido darse el lujo de prescindir de la amenaza que acabará con ella porque significaría renunciar a la épica. A la postre, sin embargo, las civilizaciones se extinguen o se transforman tras un largo y prosaico declive del que solo quedan restos arqueológicos, cuya antigüedad los convierte en rarezas pero que venimos produciendo día a día, pues, ¿qué otra cosa que arqueología es toda la chatarra tecnológica de la que nos deshacemos o los colosales grumos de plásticos que ocluyen los manantiales y cubren las murallas de coral?

Durante la segunda mitad del siglo pasado, las sociedades occidentales registraron un desarrollo y un bienestar sin precedentes en su historia bajo la tutela amenazadora del holocausto nuclear. Entonces, el apocalipsis habría de venir del cielo. Hoy, el hongo atómico, que ya está en posesión de muchos países, no todos amigos y ninguno fiable, ha dejado de ser cool. La globalización ha fragmentado el tamaño de las amenazas hasta convertirlas en un polvo impalpable que nos impregna la piel. Un tipo vuela un dron sobre un aeropuerto, como quien suelta un galgo en la dehesa plagada de liebres, o una imprevisión sanitaria eclosiona una epidemia y volvemos al excitante sentimiento de la fragilidad de la vida. Es como si los dinosaurios del Cretácico hubieran podido ver el acercamiento del meteorito por la tele. El suceso nos permite corregir el tiro de nuestras manías porque no vamos a dejar de tener manías porque llegue el fin de mundo y, hasta nueva orden, el enemigo han dejado de ser los árabes de Ceuta en favor de los chinos del bazar de la esquina. Lo más fascinante de los dinosaurios es que se extinguieron sin dejar de ser dinosaurios.