Al amigo Quirón, que ha inspirado esta entrada.
La aportación de los ciudadanos naranjos, o de sus dirigentes, si se prefiere, ha sido sentar la evidencia de que la política es lo que acontece en la pantalla del televisor y en los dispositivos móviles conectados. Lo más profundo es la piel es un célebre aforismo de Paul Valéry que trasladado a las circunstancias de nuestro tiempo puede traducirse como lo más profundo es la pantalla táctil, donde anida el espíritu humano y la conciencia colectiva. La política, que desde Platón ha habitado en el cálido hogar de la cultura analógica, vale decir, discursiva e histórica, se resiste a emprender el vuelo hacia la selva digital donde los hechos y la ideas con simultáneos, imperiosos, inmediatos, volubles y, ay, perecederos. Los naranjitos españoles han transitado esta senda y la experiencia ha sido un fracaso, según los del partido analógico, o un éxito, según los seguidores de lo digital, que ya son mayoría.
El partido de don Rivera se anunció al mundo con la imagen electoral del líder en pelotas. Más allá del impacto icónico y sus obvios efectos en la mirada del público, la desnudez es símbolo de inocencia, vulnerabilidad y confianza. Hasta aquí el tópico porque lo cierto es que don Rivera parecía en esa imagen un bebé grandote y nadie es más egotista, caprichoso e imprevisible que un bebé. La educación se justifica, precisamente, por este hecho. Pero vivimos tiempos de descrédito de la escuela pública y de pin parental, que don Rivera ha utilizado con su partido todo lo que le ha dado la gana.
La desnudez se capta con la mirada pero excita también el sentido del tacto porque invita a tocar, a acariciar y, claro está, también a pillar lo que se pueda. El tacto es el sentido en el que hemos delegado la inteligencia los usuarios de los dispositivos móviles. Don Rivera verbalizó la desnudez con una consigna repetida como una murga contra los pactos políticos que se hacen en los despachos, significados como amaños de intereses espurios. Negar la discusión y el acuerdo es rechazar la cultura analógica. La desnudez se convertía así en un signo de transparencia aunque nada es más opaco que el cuerpo y más aún, la mente que alberga. Dejen a un bebé que gatee desnudito y solo y comprobarán que sus zigzagueos y querencias reproducen el itinerario político de un riverita chiquitín, bajo la mirada asombrada, escandalizada o admirada de los miembros de la familia y del vecindario.
Doña Arrimadas ha heredado lo que queda de la finca de su ex jefe y mentor con la lección bien aprendida. La desnudez devenida exhibicionismo. Lo importante de este teatro es mantenerse en el centro de la atención del público porque el sentido de lo que hagas es irrelevante. Las mentes analógicas que sigan tus movimientos imaginarán teorías y te atribuirán estrategias y objetivos de bien común que no existen en absoluto. Doña Arrimadas es una agitadora televisiva de primera clase y ahora mismo exhibe una autoridad que no le ha otorgado el partido sino la televisión y finge estar buscando un rumbo para la maltrecha formación naranja cuando en realidad intenta una salida para sí misma y los suyos. Para conseguirlo necesita, a) mercadear un pacto con el pepé en el secreto de los despachos, y b) tener el mando absoluto e incontestable del partido. A este doble propósito se debe la encerrona televisiva a la que arrastró a un tal don Igea, al parecer su oponente en la futura pugna por la dirección naranja, si es que tal cosa existe. Este Igea, calvo y entrado en carnes y años, es un personaje tan analógico que parece una legajo del siglo XVIII. Doña Arrimadas lo despellejó ante un concierto de cámaras y micrófonos de efectos radiactivos con la amenaza de sacar a la luz su parva actividad digital –correos electrónicos, mensajes de móvil, guasaps– e invitándole a un coloquio público, más cámaras, más micrófonos, para dirimir sus diferencias. Don Igea tardó un buen rato en comprender que había sido víctima de una emboscada; en cuanto lo piense un poquito más comprenderá que ha perdido la guerra.