Al principio de su visita pontifical a Perpiñán, la Covadonga desde donde empezará la reconquista de Cataluña, don Puigdemont ha asistido a un partido de fútbol y se ha envuelto en una ostentosa bufanda gualda rasgada por las cuatro heridas rojas de Jaume el Conqueridor, como el dolmán de un húsar. En la tribuna del estadio mostraba la majeza de un general y la ufanía de un héroe histórico. Era el alcalde de una aldea de montaña que, el día de la fiesta local, representa a Zumalacárregui en la recreación de la remota batalla que los lugareños no saben si ganaron o perdieron. La internacionalización del conflicto catalán, esa ambición de los independentistas que ha sentado una cabeza de puente en Perpiñán, bien pudiera terminar como la oktoberfest muniquesa o los sanfermines de Pamplona: un fiestorro a fecha fija (si el coronavirus lo permite).
Luego, el invitado se ha despojado de la bufanda ritual y ya de paisano sobre un mar de seguidores y banderas, ha instado a la lucha final, como en la estrofa de La Internacional, ¿se acuerdan? Pero esta vez la apelación se dirige a las clases más acomodadas y retardatarias del país. Gente que bajo la estelada encubre su firme rechazo al impuesto de sucesiones o de patrimonio. Ahí está don Carles, rodeado de su corte y de sus seguidores como el otro Carlos antañón en la corte de Estella, planeando batallas imaginarias. En el siglo que corre, las elites cosmopolitas han bajado de grado en la escala social. Si en el pasado estos selectos grupos estaban formados por la aristocracia heredera de los señores de horca y cuchillo, ahora cualquier plebiscito ful puede catapultar a un periodista de provincias a líder providencial. Pero, ya sean aristócratas en decadencia o menestrales en ascenso, tienen en común que las nociones de reino y exilio son para ellos intercambiables pues en ambas viven materialmente muy bien porque la intendencia y la logística está a cargo de súbditos que gustosos entregan a la causa parte del dinero que escamotean a la hacienda pública o a los asalariados de sus empresas. Es intrigante la pervivencia de estas liturgias arcaicas en sociedades que se fingen progresistas. La república catalana, si llegara, sería una república monárquica del mismo modo fraudulento que llamamos monarquía republicana al régimen que nos gobierna a todos.
Don Puigdemont, sumergido en la épica de la jornada, ha ignorado la mesa de diálogo que con mucha pompa y más desconfianza se ha puesto en marcha, donde se tratará como siempre del fuero y del huevo y donde con seguridad se resolverá el contencioso tarde o temprano, como ya saben muchos de sus partidarios. El acto de Perpiñán evidencia cierta irrealidad que, no obstante, resulta irresistiblemente atractiva para el buen pueblo porque de mitologías también se vive. La única buena noticia de esta nueva guerra carlista es que se dispara con tuiter y no con balas de plomo.