Cuando me abandono a mis pensamientos y considero vuestra natural sensibilidad, me doy cuenta que la presente historia tendrá, en vuestra opinión, un comienzo pesado y enojoso, pues os recordará el hecho doliente de la mortífera peste pasada, tan dañina y lastimera para quienes la sufrieron o supieron de ella de otro modo. Mas no querría que eso os hiciera desistir de la lectura, convencidas de que al leer solo encontraréis suspiros y lágrimas. Este horrible comienzo será solo una montaña escarpada y empinada, pasada la cual el caminante halla una llanura bellísima y riente, que le resultará tanto más grata cuanto más haya penado en el ascenso y en la bajada. Lo mismo que el placer cede su puesto al dolor, así las miserias terminan con la llegada de un acontecimiento feliz. A este breve disgusto –y digo breve pues en pocas frases se contiene- seguirá prontamente la dulzura y el placer que os he prometido antes y que quizá no esperaseis tras semejante principio…
Así comienza el primero de los cuentos de El Decamerón de Giovanni Boccaccio, escrito para conjurar la peste negra que asoló Europa entre 1347 y 1353. Triunfo de las palabras sobre los hechos, de la armonía sobre el caos, de la imaginación sobre la realidad, de la comunicación humana sobre la mudez vírica, del deleite sobre la aflicción, de eros sobre thanatos, de la literatura sobre el telediario.