Crónicas de la peste VI

La peste vacía de sentido las palabras, las vuelve conjeturales, reiterativas, ociosas en último extremo. La situación recuerda una cita atribuida a Samuel Beckett o a alguno de sus personajes: Solo tengo tres certezas, que he nacido, que he de morir y que entre esos dos momentos no puedo parar de hablar. El lenguaje ocupa el espacio en el que podemos decir que estamos vivos, y ahora que este parece acortarse, el lenguaje se hace proliferante, pegajoso e inane. La gente quiere mensajes cortos, secos e inteligibles, y eficientes, claro está, y lo que encuentra alrededor es el país de los palabristas. Como muestra, estas líneas. Salimos al balcón para aplaudir la labor de los profesionales sanitarios y vamos a suponer que en el paquete incluimos a bomberos, policías, proveedores de alimentos y otros grupos profesionales más expuestos a la peste, pero es seguro que nadie se acuerda, y con razón, de  los periodistas, comentaristas y entertainers que rellenan periódicos, espacios de televisión y, ay, blogs, con la pretensión de dotar de sentido a la experiencia que nos envuelve. Para este gremio, la materia prima de su oficio se derrite como hielo al sol ante la mirada impaciente de lectores y espectadores.

En las últimas horas han menudeado articulillos de opinión y pódcasts (vaya palabreja, pero que no decaiga) en la que sus autores se han mostrado contritos por lo que dijeron o escribieron sobre el peste en el pasado, es decir, apenas una semana atrás. Se lamentan de no haberse tomado la amenaza en serio y a renglón seguido, y a modo de propósito de la enmienda, predican unidad y obediencia a los mandatos del gobierno; incluso algunos, para recuperar terreno, se ponen un pelín apocalípticos. El lamento a posteriori tiene un punto incongruente porque los comentaristas acreditados, que creen guiar a la opinión pública cuando en realidad están guiados por ella, se limitan a expresar estados de ánimo propios y que creen compartidos, y hace una semana nadie, ni el gobierno siquiera, había evaluado la gravedad de la situación. Ahora tampoco porque, queramos o no, hay que ir viéndolas venir. Como decía el padre Ajona, escolapio de Tierra Estella que amenizó nuestra infancia, cuando creemos haber vencido a una enfermedad, dios nos envía otra porque de dios no se ríe nadie. Ah, qué lástima que el racionalismo científico haya ordenado la clausura de los templos (el campanero loco no se ha dado por aludido) en la que antaño era la temporada alta de los predicadores de púlpito. Porque los virus no escuchan las prédicas de Iñaki Gabilondo y este no habla tampoco el vírico, que es el idioma de uso en la galaxia maligna que habitamos ahora mismo. Pero, entretanto, seguimos vivos, así que sigamos hablando, o mejor, enviémonos vídeos y memes por internet y salgamos al balcón para cantar O sole mio, como cambiábamos cromos de estrellas de cine cuando nos hablaban del infierno y salíamos al patio del colegio para jugar al fútbol dentro de sus infranqueables muros creyéndonos a la vez libres y a salvo. Ay, padre Ajona, si nos vieras ahora, lo que te ibas a reír.