Crónicas de la peste VIII
El viejo confinado por la peste está a merced de la somnolencia y de los recuerdos. La información que le llega le amodorra y deja revolotear el pasado. El día que leyó en un digital que míster Keynes empezaba a seducir a frau Merkel le vino a mientes una escena de una película de romanos que vio hace exactamente sesenta años y que llevaba el mismo título que esta entrada, protagonizada por Steve Reeves, el cachas cinematográfico de la época. La escena es un plano que debe durar unos segundos, en la que un pompeyano despavorido se afana por recoger entre los pliegues de su túnica una vajilla de plata que yace esparcida en la calzada mientras a su alrededor la ciudad se hunde bajo el fuego del Vesubio en vigoroso technicolor. La escena se le quedó grabada a aquel niño de colegio de curas quién sabe por qué, quizá porque encierra una pregunta moral de valor universal. Bajo la ceniza ardiente del volcán, ¿no tienes nada mejor que hacer que afanarte en acaparar la plata? En esas circunstancias, ¿no son más útiles las cuevas donde resguardarte y los caminos expeditos por donde huir que las copas y jofainas que no utilizarás nunca?
El inesperado encuentro de Keynes y Merkel tiene algo de cataclismo también. ¿Ha llegado, pues, el fin de la era de la codicia?, ¿el fin de las brutales políticas de austeridad?, ¿el fin de la consigna, que se jodan los pobres y tonto el último?, ¿el fin de los pelotazos financieros y de los frenéticos recortes de gasto público?, ¿el fin, para decirlo en fino, de la economía de la oferta y de la restricción fiscal? ¿Es el coronavirus el Vesubio de nuestro tiempo? La peste está desplumando a empresas y trabajadores a una velocidad y con una eficiencia que no pudo imaginar ni el más aventajado ejecutivo de Lehman Brothers en 2007. ¿Habremos aprendido algo? Si John Maynard y Angela, dos personas mayores, respetables y viajadas, hacen ojitos, ¿podemos esperar de la peste una revolución social, económica y política como la que aconteció después de la segunda guerra mundial, a la que se empieza a comparar? En 2008 ganaron los partidarios de arramblar con la vajilla de plata pero no hay por qué creer que la historia vaya a repetirse, ni siquiera como parodia porque no habría nadie para reír el chiste. Para todo hay una primera vez; por ejemplo, para recibir con una cacerolada la homilía del rey.
En el gobierno ha habido un duro debate sobre la magnitud de la millonada que habrían de aportar las arcas públicas (por ahora, dos mil millones) para salvar los muebles de la erupción de la peste asperjando subsidios a diestro y siniestro. Ortodoxos contra libertarios. Los primeros, horrorizados de que pueda saltar el séptimo sello del déficit; los segundos, armados con el ariete del virus. Han vencido, parece, estos últimos y el argumento final ha sido político. La peste alimenta el miedo y el miedo alimenta a la extrema derecha. Las medidas profilácticas adoptadas por el gobierno tienen un inevitable sesgo centralizador y autoritario, así que resultan gratas a las querencias íntimas de una parte de la población que ya de antes de la peste se sentía desprotegida, y si no van acompañadas de beneficios tangibles, al final estas querencias se inclinarán en las urnas hacia el neofascismo. Se trata de amparar a la población, sí, pero también de tomar posiciones en el debate del día de después. En resumen, se trata de salvar la democracia.