Crónicas de la peste IX
Bajo la compacta unanimidad de gobierno y pueblo para hacer frente a la peste, las opciones para la discrepancia o el mero comentario sobre tal o cual acontecimiento, especulación o rumor quedan muy menguadas si no quieres fungir de cuñado. Nadie quiere hacer el papelón de don Vargas Llosa, que vino a acusar a China de la difusión de la peste por ser una dictadura. No hay más que ver la eficiencia de las democracias italiana y española en este asunto para comprobar la profundidad del argumento de don Vargas.
El cuñadismo es un delito en estas circunstancias y eso fue lo que hizo el rey en su discurso, tardío, reiterativo, obvio y forzado. Nunca como en este estado de retreta ha resultado más evidente el carácter ornamental de nuestra jefatura del estado. El rey eludió la única cuestión en la que su opinión es relevante porque no venía al caso, y si hubiera sido así, tampoco la hubiera mencionado porque es el tipo de cuestión que nunca viene al caso en nuestro debate público. Una parte de la ciudadanía, la más motivada o la más aburrida por el confinamiento, recibió el discurso con una cacerolada desde la ventana de su república independiente mientras una cohorte de comentaristas afectos se apresuró a cubrir de palmaditas la espalda del esforzado monarca.
Las opiniones adulatorias son como la cacerolada, un ruido pasajero y no necesariamente más argumentado, pero hay algunas tan alambicadas que constituyen un divertimiento en estos tiempos de ocio obligatorio. Veamos una que termina así: El rey debe ser primer magistrado de la nación, un papel que Felipe VI acaba de asumir plenamente. Está publicada en el diario de referencia y firmada por un catedrático de ciencia política, antiguo comunista y adversario jurado de la dirigencia podemita. Antes de emprender su razonamiento, el autor reconoce, a) que el rey viejo ha dejado una pesada carga sobre los hombros de su hijo y b) que llueve sobre mojado ¡desde 1789!, pero de inmediato, tras despachar el feo asunto de los obsequios dinerarios de los saudíes al rey emérito que de confirmarse plantean un serio problema al sistema democrático, lo que quiera que eso signifique, se interna en lo que podríamos llamar la biología borbónica, vale decir, la incontrolada afición de los miembros de la dinastía por el sexo, detectable en hombres y mujeres, pues ya afectaba a la reina Isabel, cuyo reinado ocupó el tercio central del siglo XIX, y por ahí seguido, hasta hoy. El profesor adopta en este punto un tono admonitorio y escribe: parece lógico no confundir su derecho [del rey, símbolo del estado] a ejercer la libertad sexual, como cualquier ciudadano, con la actuación de depredador al modo de sus antecesores, los reyes absolutos. En suma, es algo que no solo concierne a los grupos que aprovechan el tema para reivindicar la república, sino ante todo al conjunto de los ciudadanos.
Atención porque en la cita del párrafo anterior hay varias preguntas que pueden salir en el examen: una) ¿qué es la república sino lo que concierne al conjunto de los ciudadanos? y ¿cómo distinguir pues a los que la reivindican de los demás?; dos) ¿cómo distinguir entre la libertad y el libertinaje predador en el comportamiento del soberano, que para eso es soberano?, y tres) si el problema no es constitucional ni político sino orgánico, ¿qué ha de hacerse?, ¿castrar al heredero al trono antes de que sea tarde? Menos mal que el catedrático encuentra alivio en una ocurrencia que él mismo se inventa para salir del paso: el actual monarca, para suerte suya [sic], está más próximo a la severidad de su madre que a la alegría vital que rezumaba en don Juan Carlos. Pues estamos salvados. La historia conocerá a don Felipe VI como El Casto o El Monje, por su desdén a los placeres de la carne y a la codicia del dinero. Y a nuestros nietos les queda la esperanza de que a la púber Leonor no le dé por imitar a su tatatarabuela Isabel.