Crónicas de la peste XIII

Vivir de las rentas alude a un estado material y mental en el que el sujeto  está encantado en su entorno porque este le provee sin esfuerzo de lo que necesita y desea. En este estado el lenguaje engorda, igual que el cuerpo, y se torna inhábil y banal. La parla se convierte en un concierto ocioso y el hablante echa mano del diccionario como quien abre el joyero de la abuela y se adorna con la bisutería que encuentra. La inutilidad de las palabras se hace evidente cuando nos enfrentamos al destino. Ahora mismo, los argumentos, opiniones y discursos se desinflan como globos sin aire ante la fuerza y la imprevisibilidad de los acontecimientos. Hay una necesidad de silencio, que gente como quien esto escribe no satisface, y a buen seguro que el gobierno prohibiría su actividad parlante y la de los desocupados como él igual que ha prohibido la movilidad por la calle por elementales razones de salud pública.

No necesitamos opiniones ni menos divertimentos como este, sino recomendaciones y mejor aún, órdenes. Claras, inequívocas e imperativas. No se imagina don Casado lo cuñado que parece en mangas de camisa, como si estuviera trabajando, atrapado en el  ojo de la webcam.  En cuanto al portavoz del gobierno, Fernando Simón, su credibilidad no reside en lo que dice, porque nadie retiene los detalles ni hay ocasión de comprobarlo, sino en el tono quedo e íntimo con que lo dice, con la modesta seguridad de quien dirige una plegaria a la parroquia. En el fondo de nuestro corazón echamos en falta discursos marmóreos, que dominen los hechos, o nos hagan creerlo así. Los de Churchill son el modelo más frecuentado, ahora que sabemos que estamos en guerra: aquello de sangre, sudor y lágrimas, y lucharemos en las playas, etcétera. Son arengas monumentales aunque tendemos a olvidar que el monumento lo levantaron los que quedaron vivos después de que acabara todo.

En su comparecencia de ayer ante la prensa, don Sánchez estuvo en modo churchilliano, dramático, asertivo y esperanzador. Resaltó que estamos en guerra, pidió unidad y aventuró la confianza en la victoria; obvió con razón las preguntas anecdóticas y reiterativas de los periodistas para no perder el hilo del mensaje –guerra, unidad, victoria- pero al final se alargó demasiado, quizá por exceso de didáctica, y dejó advertir la inseguridad y zozobra que le invaden. Churchill pudo obviar este riesgo porque carecía de compasión y porque sus discursos se dieron por radio. La tele tiene un componente obsceno difícil de sortear en las horas graves. Pero, en fin, algún efecto debió tener el discurso porque de inmediato fue replicado por intervenciones en serie de los barones regionales de la oposición lamentándose del abandono en que el gobierno central tiene a la ciudadanía de su circunscripción, que si las mascarillas, que si el confinamiento y todo eso. A Churchill le derrotó al término de la guerra el cansancio de la población por los sacrificios exigidos durante el conflicto. Aquí, pepé y nacionalistas diversos no están dispuestos a esperar tanto. Faltan mascarillas.

En cuanto a la grafomanía del autor de esta bitácora, que él mismo reconoce, solo puede alegar en su defensa una cita de Samuel Beckett con el que ha estado trasteando estos días: Solo tengo tres certezas, que un día nací, otro moriré y entre ambas fechas no puedo parar de hablar.