Crónicas de la peste XIV
La esperanza está puesta en la llegada del pico de la epidemia porque se supone que a partir de ese punto iniciará el declive, lo cual pasa por no dar al virus más facilidades de propagación, lo cual nos lleva al endurecimiento o no de las medidas de confinación. En resumen, muere gente o muere la economía: el dilema permanece intacto desde que advertimos lo que se nos venía encima. No sabemos si temer más a catástrofe biológica o a la debacle económica, que también será social. En la primera, las víctimas son individuos con carné de identidad, que ahora están aún entre nosotros y pronto dejarán de estarlo, no sabemos en qué número; en la segunda alternativa la víctima será el sistema, es decir, el reparto futuro de cargas y privilegios que comporta una sociedad organizada y cuyo alcance tampoco podemos prever. Nadie quiere estar muerto, pero nadie tampoco quiere acabar en la parte baja de la pirámide cuando pase todo. ¿Quién habló de fraternidad más allá de los publicitados gestos de buen rollo que canalizan las redes sociales junto a grumos de odio y resentimiento? En este dilema, cada gobierno pergeña sus estrategias, que más bien son ensayos tentativos.
Y en estas aparecen los muertos y los vivos hermanados en la soledad de las residencias geriátricas. Un impacto en la conciencia que nos llega directo desde la Edad Media. La mezcla indiferenciada de vivos y muertos es probablemente el icono más depurado de la peste; lo vimos por última vez en las imágenes de la liberación de los campos nazis, después de que Europa hubiera decidido sumergirse en aquella otra pandemia. Esta vez el descubrimiento también lo ha hecho el ejército, la institución del estado moderno por antonomasia, así que los posmodernos vemos abrirse a nuestros pies los sucesivos estratos históricos sobre los que está asentada nuestra confianza mientras caemos en un pozo sin fondo. Estamos en una fase de la peste propicia a los adivinos y bien podría decirse que la mortandad de los viejos en estos establecimientos era previsible. Nuestro sistema agobia y acosa a los jóvenes para que sean productivos y abandona a los viejos, cada vez más numerosos y longevos, a la vez que inútiles y costosos. Cuando un viejo es ingresado en una residencia ya sabe para qué; el virus se ha limitado a certificar la previsión de los familiares y de la sociedad entera.
No sabemos qué piensan los viejos de esto. Los lamentos vienen de sus deudos jóvenes porque no han podido acariciarles la mano, mirarles a los ojos o besarles la frente en el último momento. Tampoco podrán acompañar a sus restos hasta el borde llameante de la nada y tendrán que convivir durante un tiempo con la incomodidad del sentimiento de culpa. La balada de Narayama es una película japonesa de 1983, muy premiada y jaleada en su época, en la que la abuela de una familia campesina paupérrima sacrifica su vida para no ser una carga para los suyos. Tiene setenta años y buena salud pero pugna y consigue que la dejen en el monte a merced los lobos. Es una hermosa historia sobre la supervivencia, el estoicismo y la ambigüedad de los sentimientos; valores y virtudes que hace décadas que no practicamos. Hoy hemos exterminado a los lobos de orejas puntiagudas y colmillos afilados pero otros infinitamente más pequeños, invisibles, han ocupado su lugar y están haciendo su trabajo.