Crónicas de la peste XVI
Nada es menos espectacular que la peste y por su duración misma las grandes desgracias son monótonas. En el recuerdo de los que los han vivido, los días terribles de la peste no aparecen como una gran hoguera interminable y cruenta sino más bien como un ininterrumpido pisoteo que aplasta todo a su paso (La peste, Albert Camus).
Nuestra generación, que ha conocido paisajes y tiempos que no creeríais, unos maravillosos y siniestros otros, tiene ahora la fortuna de vivir en el corazón de la peste. En los últimos peldaños de la existencia, nos es concedido el derecho al laurel de la épica. Y además, como grupo de riesgo, en primera línea. Hay algo de exultante en esta circunstancia. A la espera de acontecimientos, el conscripto, recluido en la garita de su casa, busca el arrimo de algún amigo con el que pegar la hebra. La novela figura en las listas de recomendaciones para el entretenimiento enclaustrado y ha registrado un notable aumento de ventas. Para este reservista ocioso es una relectura medio siglo después del primer encuentro.
Camus no vivió la peste. Hubo de documentarse sobre un episodio ocurrido un siglo antes en Orán, la ciudad norteafricana donde se sitúa la novela. La peste aquí es una alegoría que pone a prueba el temple de un puñado de caracteres y despliega un discurso moral sobre el sacrificio y el valor de la existencia cuando no esperamos recompensa trascendente en una circunstancia en la que reina la muerte, azarosa, proliferante, indiferente. El protagonista es un médico, Rieux, y el lector lo reconoce en los sanitarios que hoy luchan contra el virus, dos de los cuales han dado ya la vida, como el voluntario Tarrou, que se sumó sin esperanza a la lucha contra la peste impulsado por su radical rechazo a la pena de muerte. Camus escribió la novela a los treinta y, como toda su obra, es un documento de juventud sobre el rito de paso que te hace un hombre decente en un mundo ajeno y hostil. El lector de setenta reconoce con gratitud en sus páginas las emociones que le inflamaron en la primera remota lectura y vuelve a sentir la dicha imposible de la que estuvo enamorado.
En la novela, los rasgos y circunstancias de la peste son asombrosamente idénticos a los que experimentamos estos días. Es quizá el aspecto que más ha llamado la atención al lector viejo que sin duda no reparó en esta riqueza documental en su primera atolondrada lectura. Camus describe con precisión los tópicos de la peste en los mismos términos que hoy se nos ofrecen en el telediario: el inicial intento de eludir su gravedad, la improvisación de las medidas sanitarias, las estadísticas y la (ahora famosa) curva del contagio, el confinamiento de la ciudad y las tentativas para burlarlo, el cierre del comercio y el desplome de la economía, el contrabando y el mercado negro, la extenuación de los sanitarios, el penoso conteo de los fallecidos, la búsqueda de una vacuna (suero, en la novela), la esperanza de las primeras curaciones, incluso la noticia de un talismán contra la peste que bien podría ser el equivalente a nuestro papel higiénico: las pastillas de menta habían desaparecido de las farmacias porque muchas personas las llevaban en la boca para precaverse contra un contagio eventual. Y la experiencia más dolorosa: el gran sufrimiento de esta época, tanto el más general como el más profundo, era la separación, pero no es menos verdadero que este mismo sufrimiento perdía en tales circunstancias mucho de su patetismo.
No es fácil encontrar un libro que dé aliento y depare esperanza en dos ocasiones medio siglo distantes entre sí, pero este es uno de los pocos dones que nos hace la pandemia y hay que mostrarse agradecido. Camus, que también fue un resistente contra el fascismo, es nuestro amigo.