Crónicas de la peste XVIII
La alianza estratégica de Holanda y Alemania en el llamado eurogrupo para crujir una vez más a sus socios meridionales por las deudas que habrán de contraer a causa del gasto extraordinario derivado de la peste responde a raíces históricas muy profundas cuyos reflejos han forjado el espíritu nacional de los dos países, tan distintos. Echémosle un vistazo al asunto mientras el confinamiento nos dé la oportunidad de cierto ocio recreativo.
Holanda se construyó como país en lucha contra el mar y contra las veleidades imperialistas de Carlos V, rey de España entre otros títulos. La guerra de Flandes que dio lugar a la independencia de los Países Bajos duró ochenta años y abrió un abismo cultural entre el país recién nacido y lo que quedaba de la potencia imperial que lo había ocupado. Nos lo cuenta la historia del arte. Diego Velázquez y Franz Hals son coetáneos y vivieron durante la guerra de Flandes. El primero pintó monumentales retratos reales y cuando quería bajar a este mundo sus modelos eran bufones y cortesanos, incluso cuando pintó a gentes del pueblo –hilanderas, herreros, borrachos, viejos-tuvo que darles un adobo mitológico, como si tuviera prohibido mirar a la realidad directamente, y, cuando quiso reivindicarse ante el público como ser humano y artista, hubo de parasitar una escena intimista de la familia real asomándose en una esquina, eso sí, con la cruz de santiago en el pecho. Aquí no eras nadie si no estabas esmaltado de medallas. En la misma época, Franz Hals pintaba retratos de burgueses de carne y hueso, endomingados, serios, democráticos, y solo un poquito achispados en la fiesta de la cofradía. Los personajes de sus lienzos son los impulsores del primer capitalismo y en consecuencia también de la primera burbuja especulativa de la historia, llamada de los tulipanes ¿de qué si no? Dos mundos progresivamente alejados uno del otro, hasta hoy. Seguro que cuando el ministro de finanzas holandés, don Hoekstra, se ha preguntado por qué España no ahorra como se supone que hacen los holandeses tenía en la cabeza el majestuoso retrato ecuestre de Isabel de Borbón y no cesaba de compararlo con el banquete de los arcabuceros de Haarlem.
En cuanto a Alemania, es obvio que no puede quitarse de la cabeza la idea de que su centralidad geográfica, su potencia económica y su legendaria capacidad de trabajo y organización la llaman a dominar, o predominar, si no se puede lo anterior, über alles. Lo cierto es que los europeos no parecemos capaces de dar un paso sin aceptar de entrada esta premisa. Desde al menos la implantación del euro, la arquitectura europea ha tenido en cuenta en primer término los intereses alemanes, sin contar las innumerables ocasiones anteriores en que los vecinos le han condonado la deuda nacional derivada de los desastres que ella misma provocaba. La ué se creó de buen rollo como una tregua a la propensión alemana a mandar sobre sus vecinos del continente, que asoló Europa dos veces en la primera mitad del siglo pasado. El objetivo se consiguió mientras duró la onda larga del ciclo de posguerra y, sobre todo, mientras los parámetros de la guerra fría vetaron cualquier posibilidad de conflicto regional en el continente. Empieza a ser evidente que estamos en otra página, aún parcialmente en blanco, y Europa ha quedado en manos de sus fantasmas domésticos. Ya veremos.
Los países meridionales, excepto Italia por razones circunstanciales, llegamos a la ué tarde y con carencias de fábrica: necesitábamos reforzar la democracia y dotarnos de equipamientos materiales y servicios básicos de los que carecíamos, y aceptamos las reglas del juego. En nombre de la eficiencia y la solidaridad, nos obligamos a una división del trabajo productivo que nos condenaba al monocultivo turístico y a no competir con los socios mayores en otros campos, y aceptamos créditos baratos que al vencimiento nos convirtieron en deudores crónicos, según se reconoce en el artículo 135 de nuestra constitución.
Don Sánchez clama que la situación actual no es igual que la crisis de 2008, pero eso lo dice él. Don Costa, el colega portugués, se indigna ¡en defensa de España! pero y qué. Al final, el Volksgeist se manifiesta de nuevo. Los católicos meridionales somos providencialistas y esperamos que cuando la peste se extienda en el norte de Europa, los luteranos comprenderán la necesidad de los coronabonos y se tornarán misericordiosos como el cacique bueno de inditex. Sería la primera vez que una catástrofe colectiva altera el espíritu de las naciones. Más probable es que lo reafirme y lo endurezca. Para decirlo de otra manera, antes conquistarán el continente los populismos nacionalistas de extrema derecha que un ministro holandés deje de pensar que los de aquí abajo somos unos peligrosos vivalavirgen sin remedio.