Crónicas de la peste, XIX
La bagatela de la peste nos ha hecho olvidar que estamos en tiempo de cuaresma. Por fortuna, el campanero de la parroquia de San Miguel, al otro lado de la calle, no ha abandonado la guardia (debe pertenecer a eso que el gobierno llama servicios esenciales) y nos lo recuerda con una contundente versión del cántico, Perdona a tu pueblo, señor, perdona a tu pueblo, perdónale, señor. La aflictiva y atronadora melodía sorprende (es un decir) al confinado en su peregrinación diaria, arriba y abajo de los ocho metros de pasillo de su vivienda, y la colisión del volteo de las campanas con los pasos del enclaustrado produce una repentina agudización en la curvatura del tiempo que transporta la conciencia a un punto donde el tipo lleva pantalones cortos y bata de rayadillo y también va por una galería, pensando en sus cosas, hacia un lugar presidido por la muerte. Entonces, el confinado emerge de la fosa de sus pensamientos, frena su modesta marcha, desoye las campanas, levanta la mirada y ve el Aleph. Durante unos segundos permanece perplejo ante esa esfera o tiovivo de innumerables estímulos auditivos y visuales que mira con el estupor que intuimos en un pez en la pecera. Luego, se dirige de inmediato a la biblioteca para afirmarse en la realidad de su visión mediante consulta del cuento de Jorge Luis Borges, a quien debemos la primera noticia de este raro fenómeno que es un punto del espacio y del tiempo que contiene todo el universo.
Y, en efecto, las coincidencias con la narración de Borges son asombrosas. Carlos Argentino, el personaje del cuento, es un escribidor con ínfulas que está recluido en casa y se considera a sí mismo un hombre moderno, pertrechado de teléfonos, telégrafos, fonógrafos y aparatos de radiotelefonía, que, si obviamos que la historia original tiene lugar en un estadio anterior de la tecnología de las comunicaciones, estos artefactos bien podrían ser los actuales dispositivos móviles, tabletas y otros chismes por los que nos asomamos a mundos ignotos que llamamos google, you tube, netflix o whatsapp. Es verdad que, en el cuento, el aleph es una entidad independiente de estos instrumentos, pero no sin dudas y cautelas que se manifiestan en la posdata de 1943, así que esta zona borrosa del relato es interpretable como un artilugio narrativo de Borges para dar verosimilitud a una experiencia increíble y sin embargo real.
El narrador del cuento ve en el Aleph, el populoso mar, el alba y la tarde, las muchedumbres de América, una plateada telaraña en el interior de una pirámide e interminables ojos que le miran como si fuera un espejo, etcétera. En resumen, un montón de naderías si se comparan con la experiencia de este escribidor, que en el Aleph ha escuchado el discurso de Pericles a los atenienses durante la peste que asoló la ciudad y le costó la vida; se ha abismado en el asesinato del pequeño Gregory Villemin en la región de Los Vosgos; ha acompañado a una joven judía neoyorkina en su huida de las constricciones de su comunidad hasídica; ha seguido el hilo de las argumentaciones de Albert Camus para entender a Sísifo feliz en su tarea; pero también ha visto un dron que saca a pasear a un perro, a una joven bajo una ducha de agua multicolor y un menú de lasaña y albóndigas que en el plato parecían respectivamente una mascarilla quirúrgica y esas pelotillas que identifican el virus de la peste; también ha oído a un turuta nostálgico de la mili soplar a las ocho de la tarde el toque de diana en el patio de vecindad y, claro está, la interminable plegaria de don Fernando Simón.
Ja, quién iba a decirle a este escribidor, que en su remota juventud se sintió anonadado por la extrema perfección de la literatura de Borges, que terminaría siendo personaje de uno de sus relatos.