Crónicas de la peste XXXII

Europa ha movilizado medio billón de euros para ayudar a los países en dificultades por la peste, léase sobre todo Italia y España. Esta vez solo dos letras del acrónimo pigs (cerdos) pues parece que Portugal y Grecia no están ahora entre los pedigüeños. El acuerdo ha llegado al modo europeo, después de varios intentos y horas interminables de tira y afloja tras las que el fracaso no era una opción; así que todos han salido contentos, como si con el acuerdo hubieran salvado también la vida. Una parte de los fondos disponibles (doscientos mil millones) están custodiados por la serpiente Fafnir, que guarda el tesoro de los Nibelungos en el fondo del río Rhin. La encarnación de este monstruo wagneriano son los siniestros hombres de negro y sus feroces dentelladas al gasto público, que dejan exhaustos y temblorosos a los deudores que han osado echar mano a un préstamo de este tesoro. Nuestra ministra del ramo, doña Calviño, está tan acojonada por esta perspectiva que ya ha anunciado que España no va a necesitar esa ayuda envenenada. Se apañará, si puede, con las otras partidas de la oferta, una dedicada a paliar el desempleo provocado por la peste y otra para ayudar a empresas y autónomos.

Después de todo acuerdo europeo reina inevitablemente la niebla sobre lo conseguido y sus consecuencias. Las cifras son tan desmesuradas, los términos contractuales tan retorcidos y lábiles, y los intereses políticos en juego tan variados y contradictorios que no podemos aspirar a nada en claro. En el mejor de los casos, crucemos los dedos y que dios reparta suerte. El último acuerdo de este tipo para salir de la crisis financiera de 2008, con el que el presidente del gobierno don Rajoy quiso engañarnos diciendo que no era un rescate sino un préstamo a los bancos, terminamos cambiando la constitución para mudar de ciudadanos a deudores (art. 135) y desmantelamos la sanidad pública y los servicios sociales, con los resultados que la peste nos está ayudando a visualizar en toda su crudeza.

Una cosa es cierta: esta Europa no se parece en nada a aquella, quizá soñada, que nos hizo europeístas. Quizá ha llegado la hora de dejar de confundir los sentimientos con la realidad. Quizá es el momento de comprender que no somos iguales y que, no obstante, podemos establecer una relación más fría y menos emocional con nuestros vecinos del continente, cada uno con su Weltanschauung a cuestas. Quizá estamos en el punto de convencernos de que Europa no nos va a la salvar de nosotros mismos, como creíamos hace tres décadas. Ni a nosotros ni a nadie, porque el nacionalismo de extrema derecha rampa por todos los países de la unión al rebufo de las políticas dizque liberales. El debate queda pendiente a que acabe el azote de la peste. Es una característica de este tiempo: siempre surge un imprevisto que impide sustanciar decisiones de largo alcance. Y a lo mejor debemos celebrar que sea así, vista cuál ha sido la historia de Europa.