Crónicas de la peste, XXXIV

Viejos, vejetes, viejunos o comoquiera que queráis nombrar la condición propia de los honorables miembros de esta asamblea, a vosotros me dirijo:

Hace medio siglo, nuestra generación entronizó a la juventud en la plaza pública. Impusimos el hecho de ser joven como medida de todas las cosas. Fuimos la primera ave fénix que no resurgía de sus cenizas sino de un lecho de plumas porque las cenizas eran propias de la decadencia y de la vejez, la edad proscrita. Instituimos el rock y la minifalda. Matamos al padre y ocupamos su lugar en una celebración democrática. Los sesentayochistas parisinos desalojaron la general De Gaulle y aquí, entre luchadores y oportunistas, removimos a Franco de su sitial, si bien en este caso con la inestimable ayuda de la biología porque aquella momia era dura de pelar. Construimos luego el estado del bienestar, que no es otra cosa que la consagración de la eterna juventud. Y he aquí que hemos alcanzado una longevidad inédita en nuestra especie. Incluso, en los últimos tiempos, nos hemos dejado acariciar por la esperanza de que los avances de la ciencia nos lleven a la inmortalidad.

En este mundo que es obra nuestra, la edad postrera, antaño expresión de la templanza y la sabiduría, se ha convertido en un delito; encubierto desde luego por la sociedad, como el fraude a hacienda o el consumo de farlopa. Nadie tuitea que su abuelo es un delincuente, lo que no quiere decir que no lo piense. Hace algún tiempo que fuimos avisados de esta deriva, que, insisto, es resultado del culto a la juventud que nuestra generación instauró. Digamos que fue a principios de los noventa, cuando se iniciaba el ascenso de la ola neoliberal y neotecnológica cuya primera consecuencia fue el despido masivo de trabajadores por encima de los cincuenta para ser sustituidos por jóvenes más preparados y más baratos. Luego, cuando llegó la crisis financiera de hace una década, nos apuntaron con el dedo porque nuestras ociosas pensiones ponían en peligro el futuro de la nación. Nada inquietaba más a los poderes terrenales que miles de viejos manifestándose en la calle contra la exigüidad de sus ingresos, robados a la economía productiva.

Y entonces llegó la peste. Un problema y una oportunidad, como aprenden en las escuelas de negocios. El virus resulta más letal en los organismos más gastados por la misma lógica que un accidente de tráfico es más probable en un vehículo muy rodado en igualdad de las otras condiciones. Y con la peste llegó el doble lenguaje: el baboseo que considera a los viejos sector de población más vulnerable a la vez que caen en las residencias geriátricas como si estuvieran en las trincheras del Somme. Cada vez que un viejo o vieja superviviente sale de la uvi con una mascarilla  en la cara y la señal de la victoria entre los dedos índice y corazón se produce un estallido de sentimentalismo inducido y una secreta preocupación por la estabilidad del sistema, así que sus responsables no cesan de dar vueltas a una solución. Frau Von der Leyen, presidenta de la cosa europea, tiene una idea (piadosa a la alemana), que los viejos permanezcan confinados hasta final de año, es decir, ocho meses más. Sin duda, para entonces ya nadie sabrá de qué han muerto y bajarán las estadísticas.

Viejos que me escucháis, esta es la propuesta de dos puntos de acción que lanzo a la asamblea: Uno, ejecutar una cacerolada diaria a hora fija (distinta a las que se dedican a otros héroes) para demostrar que estamos vivos, a riesgo de que sean nuestros descendientes quienes nos maten a golpes de cucharón por pelmazos, y dos, tomar las provisiones necesarias para que, en caso de muerte, nuestras cenizas no sean arrojadas por las hienas de la extrema derecha a los ojos del gobierno legalmente constituido.  Entretanto, apretemos los dientes, y vosotros, respetad  a los vivos y a los muertos, carajo, que aún somos jóvenes.