Crónicas de la peste XXXVII
La iconografía de esta época de la peste está servida por las llamadas redes sociales y tiene tres arquetipos principales: uno es un sujeto que posa ante los anaqueles de su biblioteca, sospechosamente copiosa; otro es el mismo tipo enfrascado en alguna manualidad artística improvisada con trozos de cartón y rotuladores o en la preparación de alguna delicadeza gastronómica en la cocina, y el último es el inevitable culturista que practica una tabla de ejercicios en la angostura de su terraza. Los tres iconos tienen un rasgo común: son expresiones del modo de vida de lo que llamamos la clase media. Ni los inmensamente ricos ni los irremediablemente pobres aparecen en estos bocetos del costumbrismo en tiempo de la peste. Los mensajes domésticos que emiten estos tipos nutren también los contenidos de los medios de masas, y así no es infrecuente asistir en un telediario a la prédica de un especialista en economía mundial que perora desde su abigarrado estudio casero o de un artista del entretenimiento que hilvana ocurrencias sentado en la taza del váter de su casa.
Las gentes que protagonizan estos mensajes pertenecen a los sectores más avezados de la sociedad y no solo se previenen contra la peste, también se preparan para el futuro inmediato haciendo acopio de herramientas y habilidades de conexión con el entorno, que les permitan vivir aislados sin parecerlo. Las grandes corporaciones de inteligencia artificial toman nota de estos hallazgos y del correspondiente reordenamiento de la producción que traen aparejado. En el galimatías marxista, lo que venimos llamando teletrabajo es el último escalón, por ahora, de la alienación o extrañamiento del trabajador respecto al fruto de su esfuerzo, que ya no es un objeto material sino un mensaje virtual. Incluso los y las limpiadoras, los últimos proletarios, se afanan no contra desechos visibles sino contra organismos nanoscópicos que encuentran cobijo en el ser humano, o lo que queda de él, ya que robots adiestrados podrían hacer, y de hecho hacen, con mayor eficacia y menor coste estas tareas propias de los últimos proletarios.
Hay algo peor que la cosificación del ser humano y es su reducción a una imagen virtual que se puede abolir pulsando una tecla. Desde la eclosión de la peste, estos seres que se agitan (nos agitamos) tras la pantalla del móvil o de la tableta han (hemos) dejado de utilizar papel moneda en los escasos intercambios mercantiles a los que están (estamos) autorizados para sustituirlo por la tarjeta de crédito. La higiene como vector del cambio económico. El dinero, que mide la riqueza, se ha convertido en una magnitud virtual e inaprehensible y el adelgazamiento del cuerpo humano hasta convertirse en un mosaico de píxeles es parejo al impalpable proceso que empobrecimiento al que estamos sometidos.