Crónicas de la peste XXXIX
La ya famosa desafección de la sociedad hacia sus instituciones y representantes, que viene de antes de la pandemia, se ha difundido exponencialmente en el estado de confinamiento. Ninguna estrategia de comunicación consigue llenar el vacío cognitivo que separa la acción gubernativa del estado de ánimo de la ciudadanía. Las ruedas de prensa han perdido su eficacia y las apelaciones a los científicos como garantes de la bondad de las políticas sanitarias oficiales tampoco son lo bastante convincentes porque la ciencia es, por definición, un camino lento de prueba y error cuando el miedo exige respuestas rápidas y certeras. En resumen, vivimos en un campo mental propicio para la siembra y el crecimiento de la mentira. El gobierno tiene un doble reto: domeñar la pandemia y hacerlo a tiempo antes de que alguna mentira consiga cristalizar en una mutación de la opinión pública que lleve a una crisis democrática irreversible. Los voxianos ya están a la tarea.
La mentira tiene en el diccionario rae una definición blanda e inapropiada: expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se piensa o se siente. En política es al revés, la mentira se ajusta a lo que se sabe, se piensa o se siente, tanto da, aunque no responda a la realidad de los hechos. La mentira, para que funcione en la opinión pública, ha de tener un carácter irrebatible, a fuer de improbable el mensaje que predica. En este negocio las mentiras más operativas son las más desmesuradas y sorprendentes, aquellas que chocan contra la racionalidad que intenta proteger nuestro sistema cognitivo y en consecuencia son de digestión más ardua, por lo que su efecto es más duradero e inspirador. Las mentiras fáciles son mentirijillas y no sirven de nada en esta brega. En una localidad toledana la derecha ha pedido que se retire de las paredes la propaganda residual de las manifestaciones feministas del ocho-eme porque, argumenta, atenta contra la memoria de las víctimas del coronavirus. Ahora parece probable que aquellas manifestaciones y todas las aglomeraciones que tuvieron lugar en las mismas fechas pudieron servir a la difusión del virus, pero aquí se trata de estigmatizar al movimiento feminista como vehículo de la peste, atribuirle un maleficio de naturaleza orgánica. Hay un ejemplo ilustrativo bien conocido: en la Alemania de hace un siglo confluyó una pavorosa crisis socioeconómica con un antisemitismo histórico muy extendido y bastó atribuir a los judíos la responsabilidad de la crisis para consolidar un determinado régimen con las consecuencia sabidas. Sabemos quién empuja estas estrategias, pero ¿quién les abre la puerta?
El presidente francés, monsieur Macron, se invistió de toda la grandeur disponible para ejercer el cargo: tejió un movimiento político a su servicio y con su nombre y se presentó como el gran renovador de la política europea. Por ahora no ha hecho nada y, como todos los dirigentes en la actualidad, las está pasando canutas en la lucha contra la peste. En este lance ha tenido dos gestos que ilustran sendas debilidades hacia la mentira tal como se presenta ante nosotros. En el primero se ha hecho eco del rumor de que la peste ha sido provocada en un laboratorio chino. Esta hipótesis es solo un rumor de procedencia occidental, y más concretamente de la conocida máquina de mentir que es la Casa Blanca en Washington, sin prueba alguna, y aun en el supuesto de que tuviera alguna proximidad a los hechos, no sirve de nada ni a monsieur Macron ni a nadie porque, a) es altamente improbable que el error, si lo hubo, fuera intencionado para agredir a países que son ventajosos clientes de China, además de golpear a la propia economía local, y b) ¿qué ganamos sembrando dudas sobre un país del que dependemos hasta el punto de que fabrica para nosotros los materiales sanitarios que nos han de librar de la peste?, ¿hemos de pensar que China infectó el planeta para vender mascarillas?
El segundo gesto de Macron El microscópico ha sido prestar atención a un epidemiólogo que propone una medicina milagrosa contra la peste. Los tiempos de crisis son buenos para gurús y rasputines de toda laya y malos para quienes les hacen caso. El presidente de la república ha debido estudiarlo en alguna de las escuelas de elite en las que se ha titulado. La peste se ha afincado en nuestros países porque nuestro aparato científico no fue capaz de preverlo, porque la sanidad pública está desmantelada, porque los valores cívicos que ahora son básicos para luchar contra la pandemia estaban completamente desacreditados, porque la sociedad está quebrada económica y socialmente, y porque nos gobierna una clase política ensimismada, titubeante y oportunista, microscópica a la postre, así que dejemos de buscar culpables en manifestaciones feministas y laboratorios chinos y de buscar soluciones milagrosas en tipos providenciales porque eso lo hacen mejor los fascistas.