Crónicas de la peste XL

Por el reencuentro con Quirón, Iacoppus y Liberius alrededor de un café de media mañana.

Los profetas tienen largo predicamento en nuestra cultura de raíz judaica y griega, más en la primera que en la segunda porque si bien los griegos no podían prescindir de sibilas y tiresias para urdir sus fantasías sobre el destino, los profetas verdaderamente guays están en el antiguo testamento. Esa parte primigenia de la Biblia es básicamente un manual de autoayuda moral escrito en clave dialéctica entre un dios encabronado y sus hijos del pueblo elegido, a los que detesta sañudamente y a los que somete a toda clase de sevicias y penalidades. Incluso cuando el dios decidió poner fin a esta pesadez no quiso privarse del placer de ver crucificado al hijo que habría de traernos la buena noticia de que la murga había acabado y todos estábamos salvados. En ese momento, los listillos se pasaron al bando vencedor y los perdedores siguieron enfrascados en el librote en busca de respuestas mientras los ganadores no cesaban de acosarlos, encerrarlos, expulsarlos y por último gasearlos.

En esta historia para neuróticos, los profetas jugaban un papel muy destacado como intérpretes del dios, censores de costumbres y pronosticadores de desventuras. Leídas hoy, las lecciones de Isaías, Jeremías y compañía producen un doble efecto: fascinan por la calidad de su lenguaje poético, a la vez retumbante y melodioso, y, al mismo tiempo, dejan perplejo al lector por la obviedad del mensaje. Los profetas bíblicos eran a los reyes de la época lo que los asesores actuales a los políticos, pero daban sus informes de viva voz y a grito pelado.

Deberíamos saber que la Ilustración acabó con los profetas y las profecías en beneficio del método científico pero ni el más sagaz de los ilustrados pudo imaginar que en los albores del tercer milenio un murciélago oriundo de una provincia china que nadie sabe situar en el mapa iba a poner a la humanidad patas arriba pulverizando todas las evidencias en las que habíamos asentado nuestra feliz vida. Es, pues, tiempo de retorno de los profetas (parece el título de un libro de Pauwels y Bergier).

Por fortuna, tenemos uno a mano y de pura cepa, pues procede, como sus ancestros bíblicos, de tierra palestina. Habrán leído y oído hablar de sus vaticinios y visiones porque no hay manera de navegar por la actualidad sin encontrarse con su nombre: Yuval Noah Harari. Día sí y día también, es consultado sobre cómo será el mundo cuando esto acabe. He aquí algunas de sus respuestas a la última consulta publicada:

Somos nosotros los que tenemos que decidir cómo será el mundo después de la pandemia.

-La historia se está acelerando, el viejo libro de reglas está quedando hecho trizas y el nuevo todavía se está escribiendo.

-Gobiernos y personas individuales estamos intentando hacer cosas que hace unos pocos meses hubieran sido imposibles.

-Tenemos que estar alerta porque esta crisis no es sólo sanitaria, sino también política. Los medios de comunicación y los ciudadanos no deberían dejarse distraer totalmente con la epidemia.

– Los ciudadanos también deberían meter presión a los políticos para que actúen con un espíritu de solidaridad global.

– Un virus en Corea no puede aconsejar a un virus en España sobre cómo infectar a gente, pero lo que un médico descubre en Corea por la mañana puede salvar vidas en España por la tarde.

– El liderazgo también es necesario en el terreno económico pero no soy un político y no sé cómo unir a los líderes mundiales y acordar un plan de acción global.

– La información es nuestro activo más importante. No se puede hacer nada sin información.

– No puedo predecir el futuro, sólo puedo intentar influir en las decisiones que se toman en el presente.

Después de leer a Harari podemos entender el sosiego de espíritu que invadía a los hebreos tras escuchar a Isasías o a Jeremías. No sé cómo hemos podido vivir tanto tiempo en esta babilonia sin la voz de un profeta comiéndonos la oreja.