Crónicas de la peste XLIII
Este año no habrá sanfermines en la remota provincia subpirenaica. No consigo imaginar una amputación más despiadada a la identidad compartida de mis paisanos. Pero si alguien esperaba un alarido de dolor unánime al conocerse la noticia, se ha equivocado. Como ocurre a menudo en los sepelios, los más afanosos en glosar la pérdida dejada por el difunto no son sus deudos sino los visitantes de ocasión que salen de no se sabe dónde para dar el pésame. Así, las elegías más extremadas se han podido leer y escuchar de los periodistas que adobaban la sobria información municipal anunciadora de la suspensión. Incluso en este lamento ritual se puede adivinar un propósito equívoco: los medios audiovisuales se complacen en contrastar las populosas escenas de antaño con las desoladas calles y plazas de hogaño, y es imposible negar la fascinación que ejerce este mundo vacío, promesa de un futuro nuevo y distinto. Aparte del inevitable y consabido quebranto al sector hostelero, los portavoces del lamento popular por la suspensión de la fiesta han sido algunos veteranos corredores del encierro, ya entrados en años y carnes, que expresaban su desolación ante la suspensión de su rutina. Pero, las rutinas, ¿no son para abandonarlas?
Vale la pena indagar sobre la singular aceptación de toda una sociedad ante la anómala circunstancia en que nos ha situado la peste. Un país dícese que de natural bullanguero y distraído, obligado a un confinamiento indefinido sin otra compañía que nuestra propia imagen despeinada en el espejo del cuarto de baño. ¿En qué sentido está cambiando la percepción de nuestra conducta y de nuestras expectativas?, ¿hasta qué punto la obligada introspección nos enseña a redefinir lo que nos es gratificante y lo que nos es impuesto?, ¿qué hábitos y tradiciones son ramas secas del árbol de la vida? Por supuesto, las respuestas a estas preguntas son individuales y es imposible prever en qué quedará su síntesis colectiva. Pero también es difícil creer que la peste vaya a ser un mero paréntesis para reanudar tal cual las rutinas precedentes apenas se haya decretado el aire libre de virus. En un siglo, los sanfermines han evolucionado de una pintoresca fiesta provinciana a un rutilante y desencarnado acontecimiento mediático global. El atavismo del festejo -la fiesta de los toros- está en cuestión y en declive, y el imperio de la comunicación digital que le sirve de marco y amplificador es de imprevisible deriva. ¿Volverá la misma simbiosis de los elementos que hacen posible el acontecimiento tal como ha evolucionado hasta ahora? Hay tiempo para pensarlo. Ahora estamos a otras, empezando por el alcalde de la ciudad que sin duda está más preocupado de su salud que de los puñeteros sanfermines. Alcalde, cuídese y suerte.
La suspensión de este año es la primera que no se debe a la barbarie humana, si se permite el pleonasmo. Los sanfermines se interrumpieron por la acción criminal de los golpistas que promovieron la guerra civil (1937 y 1938), por la acción criminal de la policía contra las peñas de mozos (1978) y por la acción criminal del terrorismo contra un concejal electo (1997). Por primera vez, pues, la cancelación de la fiesta no traerá una estela de resentimiento y división social. Habría que pensar en levantar un monumento al coronavirus, junto al del encierro.
A José María Calleja, compañero de oficio y ciudadano integro y valiente en tiempos difíciles.