Crónicas de la peste L

Una de las pocas alegrías que ha deparado estas semanas de confinamiento es el hallazgo de la palabra barbijo, nombre con el que se conoce en Argentina y Uruguay a nuestra proliferante y asfixiante mascarilla. Descubrir a esta edad una palabra de tu propia lengua que no habías oído nunca produce una gratificante sensación de abundancia, de ser dueño de un predio inabarcable y feraz. Barbijo tiene a nuestro oído una connotación festiva, ligera, no como la pegajosa mascarilla, y en consecuencia trae noticia de otro mundo, otra realidad prometedora. Un anuncio en internet pregona: barbijos tuneados. No me digan que no es maravilloso.

Cada vez que el confinado se calza los guantes de látex y se emboza en la mascarilla para ir a comprar el pan tiene la sensación de atraer hacia sí a todos los virus de la peste, como el granjero que sale de la casa hacia el corral y convoca a las gallinas, titas, titas, que salen de su somnolencia y corretean tras él en busca del pienso. Las manos enguantadas parecen agitar la pandemia en cada tocamiento: los cordones de los zapatos, la llave de la cerradura, el pomo de la puerta, el asa de la bolsa, la tarjeta de crédito, objetos a los que no prestamos atención y que ahora se ven iluminados por unos dedos que han perdido la familiaridad del tacto y cuyo vivo color azul es un código de señales para organismos nanoscópicos. En cuanto a la mascarilla, devuelve a las fosas nasales el aire expelido y pareces respirar en una impalpable nube de virus.

Ninguno de estos dos adminículos indumentarios que convierten a un vecino de provincias en un habitante de Los Ángeles de Blade Runner resulta, al parecer, pertinente para ir de compras, pues en estas circunstancias no previenen el contagio activo ni pasivo. Son solo signos de la servidumbre voluntaria a que nos hemos sometido para aplacar a los demonios de la peste. El vecino, de hecho, unos días sale ataviado de esta guisa y otros a cuerpo gentil, como el torero inseguro y cobardón que no se fía de la fiereza del toro y titubea entre el burladero y la arena. Es imaginable que así ocurre en todas las situaciones excepcionales: quienes las viven no saben estar a la altura de las circunstancias. Poco a poco, hemos aprendido a reconocernos como entidades corpóreas naufragadas en un mar de estadísticas: tantos contagiados, tantos difuntos, tantos curados, un día tras otro. En la cueva donde estamos confinados frente al televisor nos palpamos el cuerpo, las manos recién lavadas, la cara que no deberíamos tocar, los muslos entumecidos por la falta de ejercicio, y nos decimos, otro día asintomático.

En cuanto al barbijo, sigámosle llamando mascarilla, no vaya a ser que lo descubran los estrategas que asesoran a don Casado y tomen el americanismo como la prueba irrefutable de que la peste fue creada y difundida desde la Venezuela bolivariana. Mejor que sigan pensando que tuvo su origen en China, ese país grandullón donde don Ortega Inditex fabrica barbijos y con el que nadie puede meterse, ni con China ni con don Ortega.