Crónicas de la peste LI

Para Cristina, dependienta de un obrador de pan, que hoy estaba en su puesto, como cada día.

Este año es el primero desde que hay memoria en que la fecha no se ha celebrado con manifestaciones callejeras, pancartas, banderolas y consignas. En un cierto sentido es un alivio porque estas manifestaciones de la desunión orgánica y las consignas repetitivas y exangües parecían más los restos de un naufragio que una expresión de voluntad y de fuerza. Desde que en los años ochenta, la señora Thatcher decretó el fin de la sociedad a beneficio del individuo y proclamó su victoria sobre los robustos sindicatos británicos, el modo de producción basculó desde la fuerza del trabajo a las especulaciones del capital, y la famosa plusvalía de Marx dejó de ser el índice vergonzante de la explotación del hombre por el hombre para convertirse con distintos avatares –ibex35, dow jones, nasdaq– en el ídolo que guía las acciones de la sociedad y de los gobiernos. En esta renovada faz del planeta, las manifestaciones del primero de mayo se convirtieron en una fantasmagoría del pasado, habitada por un puñado de obreros de la industria tradicional, jubilados y funcionarios sindicales que ofician así la pascua de su iglesia, y en la que no se encuentran los nuevos autónomos ni los precarios del vasto sector de servicios. Este año, la peste nos ha librado de la procesión como de muchas otros oficios litúrgicos.

La paradoja radica en que la omisión de las manifestaciones callejeras coincide con un momento histórico en el que la clase obrera es más visible que nunca, y su existencia es una necesidad insoslayable para la supervivencia de todos. Sin retórica alguna puede decirse que el esfuerzo, a menudo heroico, de los trabajadores situados en la base de la pirámide social ha impedido que esta se desplomara. No es necesario enumerar los gremios profesionales gracias a los cuales hemos salvado la vida y nos han proporcionado salud, seguridad, alimento y transporte. La peste ha significado una celebración de la clase obrera. De alguna manera, se ha puesto de relieve que esta monarquía parlamentaria es en realidad una república democrática de trabajadores de toda clase, que se organiza (o debe organizarse) en régimen de libertad y de justicia. Ahora, cuando se dan los primeros pasos para la desescalada (vaya palabro) del confinamiento sanitario y se avanza hacia la salida del estado de alarma, el debate se centrará inevitablemente en la arquitectura de la futura sociedad, o dicho en claro, en una nueva distribución de la renta nacional en la que trabajo dejará de ser un coste marginal crecientemente reducido por las condiciones impuestas por el capital para reconocerse como lo que es: un factor esencial del avance del país. Es posible que en el futuro los trabajadores asistan a la celebración del primero de mayo por videoconferencia pero eso no debería ser signo de que se han convertido en figurillas de un videojuego.