Crónicas de la peste LIII

El cómputo de defunciones por la peste cae, el ministro de sanidad parece más aliviado, el gobierno reparte millones a espuertas entre las comunidades autónomas, el país sigue mohíno y el viejo celebra su primera salida de paseo. Horario de diez a doce de la mañana, no más de un kilómetro del domicilio y cuidado con la cercanía de los convecinos. Ayer, primer día de asueto, no quiso salir de su confinamiento, presa del síndrome del prisionero, que se resiste a atravesar el umbral que le lleva al exterior. La nueva normalidad (sic, vaya oxímoron) es de libertad vigilada y, después de todo, no se está tan mal dentro de casa. Estos cincuenta días de encierro han sido placenteros. Las necesidades básicas están cubiertas: hay comida en la mesa, libros y conexiones telemáticas para alimentar la fantasía, y las redes sociales son mucho más lábiles y manejables que las relaciones presenciales. Los cuñados lo son menos por guasá o tuiter. El gran avance de este siglo es haber convertido la realidad en un mosaico de píxeles. Pero, dejémoslo, hoy el confinado ya está en la calle.

Es un ciudadano obediente y si el gobierno le dice que puede salir de paseo, dará un paseo. El ambiente callejero es, cómo decirlo, fantasmal. Los peatones desfilan ojo avizor, con expresión recelosa, elusiva, vigilante de la distancia que se debe mantener con el otro. En cada cruce de itinerarios echan un paso atrás y, los más vivaces, sonríen y dan los buenos días al desconocido. Es una forma de fraternidad tentativa. La mascarilla y los guantes de látex enfatizan el aislamiento: parecen el disfraz de un carnaval raro. Algunos, los más jóvenes, no llevan estos adminículos indumentarios y eso les hace sospechosos para los viejos. Más allá de las pejigueras de la peste, los viejos saben lo preciosa y breve que es la vida, a la que los jóvenes pueden enfrentar con un gesto desafiante.

Las calles no han cambiado. La misma ciudad. El mismo escenario desde que tiene memoria. Patio de recreo escolar, parque de citas adolescentes, red de tránsito para los negocios y, por fin, patio de geriátrico. Por estas calles han circulado los amores, anhelos, decepciones y rutinas, los trabajos y los días que lleva a la espalda el viejo enmascarado. Quién iba a decirle que se convertirían también en un lazareto de apestados. El paseante se pregunta de dónde sacarán la ciudad y sus gentes la energía necesaria para salir de esta. Pero no echará sobre el gobierno la culpa de su melancólico estado de ánimo porque eso es de gente miserable, ceniza y resentida, que cuelga en sus balcones la bandera nacional con crespón negro.