Crónicas de la peste LVII

Los jueces del tribunal constitucional alemán visten togas y birretes de deslumbrante color escarlata. En un concilio ecuménico de juristas, donde no son infrecuentes las pompas indumentarias, ellos serían los pavos reales en un corral de volatería. La tópica sobriedad germánica se desborda en un exuberante gesto sartorial en el último peldaño de la escala de la alemanidad. Este tribunal radiante ha advertido al banco central europeo (beceé) que se ha extralimitado en su compra de deuda de los países miembros de la unioneuropea. Las compras de deuda, como sabemos hasta los más legos en economía, son las que mantienen embridada la especulación de los mercados sobre la deuda de los países más afligidos de la unión, léase los meridionales, España entre ellos, y, para algunos europeístas utópicos, son el primer paso hacia la unificación de la deuda y del sistema fiscal. Pues bien, no va a ser así. La sentencia escarlata se ha producido a causa de una demanda de empresarios alemanes y, si bien la demanda como tal ha sido desestimada, el alto tribunal alemán se siente legitimado para enmendar la doctrina del tribunal de la unioneuropea, con cuyo plácet se llevaban a cabo las operaciones de compra de deuda. Por ahora, no hay delito pero el beceé se ha apresurado a manifestar que toma buena nota de la resolución alemana. La señora Lagarde ha galleado un poco para salvar la cara pero quién sabe. Bromas, las mínimas.

El dictamen eleva a un nivel inapelable el hecho de que los intereses alemanes y los del conjunto de la unión son distintos y ninguna institución europea puede mezclarlos ni subsumir unos en otros. Lo que dicen los jueces de la toga escarlata es que la unioneuropea no constituye un demos y sus ciudadanos no son iguales porque se rigen por derechos particulares de cada país, al menos en Alemania. La sentencia ha contrariado los muy cautelosos avances de frau Merkel por mantener cohesionada la unión y es un refrendo del más alto nivel a los objetivos de la extrema derecha. Se acabó, pues, el sueño de don Sánchez y compañía de un planmarshall europeo para salir de la peste y volver a los buenos viejos tiempos del estado del bienestar.

El confinamiento tiene, por definición, la propiedad de aislarnos de la realidad. La vemos a través de la ventana y de este modo pierde su angulosidad y aspereza, y como respuesta, el cerebro se siente liberado de obligaciones prácticas y se entrega a una febril actividad onírica. En estas semanas han menudeado las ilusiones sobre el futuro: que si una sociedad más ecológica, que si un sector público más robusto, que si una población más amparada por el sistema, etcétera. La peste produce el espejismo de que estos sueños son gratis y no somos capaces de imaginar el desasosiego y el malestar que estas melodías de balcón a las ocho de la tarde producen en el gran capital. Por supuesto, ir a la contra de estos anhelos es muy impopular y arriesgado y ningún partido se atreve a formularlo con claridad en el parlamento (véanse los ejercicios de equilibrismo de don Casado), así que los más lanzados saben que encontrarán un aliado en los tribunales, inevitablemente conservadores, y cuanto más altos, más inmovilistas y propicios a resoluciones reaccionarias. Por oficio, los jueces sancionan el orden, no el malestar que el orden provoca ni la injusticia que ocasiona.