La ciencia es la actividad más arriesgada y quebradiza del ser humano, además de ser la única que le distingue del resto de las especies vivas. La ciencia es el vector de nuestra supervivencia pero, al mismo tiempo, afrenta a nuestra soberbia instintiva de reyes de la creación propensos a la inmortalidad. Que unos pocos raritos de entre los nuestros, ataviados con batas blancas, estén enfrascados en las industrias y andanzas de partículas nanoscópicas letales excita una mezcla de curiosidad, impaciencia y fastidio no siempre fácil de gestionar y que ahora ha poseído a nuestra derecha. Don Casado y don Abascal quieren saber los nombres y circunstancias de los asesores científicos del gobierno en la batalla contra el coronavirus. Ojo, nuestra amable derecha procede de una matriz ideológica y política que, cuando obtuvo plenos poderes, fusiló maestros de escuela, desmanteló cátedras, inhabilitó académicos, mandó al exilio a científicos, clausuró bibliotecas y puso al país a la cola de la ciencia y la técnica de Europa. Eso fue hace ochenta años pero hace menos de diez repitió la operación en modo soft so pretexto de los recortes de gasto público. Así que es legítimo preguntarse para qué quiere saber los nombres de los asesores científicos del gobierno.
Hay algo de cómico en esta pretensión, sin embargo. El argumento central de la oposición en estos tiempos de la peste es que el gobierno se ríe ellos o les toma el pelo, según quién argumente, y como el gobierno arguye que todo lo hace guiado por sus consejeros científicos, quieren saben quiénes son esos magos. Es el síndrome del espectador acomplejado que no disfruta con los números de magia porque se obsesiona en descifrar cómo los ejecuta el prestidigitador o del jugador pardillo intrigado en cómo gana el tahúr todas las manos. Aquí hay trampa, es una de las expresiones más depuradas de la impotencia, que es el estado en que se encuentra ahora mismo la oposición, más interesada en cargarse a don Sánchez que en derrotar a la pandemia. De momento, ya han conseguido inyectar en la opinión pública la especie de que no hay tales asesores científicos y que don Sánchez utiliza el señuelo como el mago que dirige la atención a una mano mientras opera con la otra. Tendría maldita gracia que fuera así, pero no cambiaría las cosas porque lo que interesa son los resultados sobre la pandemia y, sean estos buenos o malos, el responsable será el gobierno.
El argumento para no hacer pública la identidad de los expertos es de recibo. Arguye el gobierno que es para evitarles la presión de la opinión pública. Pero no solo por eso: la visibilidad de los asesores ampliaría el número de dianas sobre las que puede disparar la oposición, en la seguridad absoluta de que lo hará. La campaña de descrédito de los científicos que han estado junto al gobierno en este trance ya ha sido experimentada en la persona del único que ha prestado su cara y su voz por razón del cargo. El epidemiólogo Fernando Simón, director del centro de coordinación de alertas y emergencias sanitarias del ministerio de sanidad, ha sido zarandeado y escarnecido por altos prebostes del periodismo político y por graciosillos del columnismo reaccionario, que tienen en común su nula autoridad científica y sus ganas de abatir al gobierno. Este creyó que era una buena idea y un argumento de autoridad irrebatible presentar militares esmaltados de medallas en las ruedas de prensa informativas sobre el estado de la pandemia y un desliz semántico abrasó a un general de la guardia civil. Podemos imaginar en el mismo trance el tormento de un científico, que tiene en sus dudas y cautelas su mayor activo, a merced de opinadores que laminarían en un santiamén su reputación sin, por lo demás, afectar a la estabilidad del gobierno, que se juega en un lugar, el parlamento, donde hay de todo menos ciencia.