Una pregunta entre la metafísica y la estadística: ¿cuánto muertos debidos a una causa son necesarios para que una colectividad humana, en este caso, la humanidad entera, cambie su percepción de la realidad, sus hábitos y sus convicciones? Hagamos la misma pregunta en un ámbito sectorial para facilitar la respuesta: ¿cuántos accidentes de tráfico con resultado de muerte son necesarios para que los automovilistas reconozcan la necesidad de los cinturones de seguridad? Y otra: ¿cuántas muertes tiene que ocasionar el cáncer de pulmón entre los fumadores para que estos abandonen su placentero hábito? La respuesta en todos los casos es: infinito, que es como decir que no hay relación entre la causa y el efecto. Los cinturones de seguridad se usan porque lo obliga el código de circulación, es decir, es un mandato de la ley, pero no se conoce el caso de ningún fumador que haya de dejado de serlo por las meras recomendaciones gubernamentales aunque estén apoyadas en las horripilantes imágenes que adornan los paquetes de cigarrillos.
En el momento de redactar estas líneas, España registra 26.774 víctimas mortales del coronavirus. Hace apenas unas semanas se hubiera dicho que en realidad son muchas más, pero este argumento alarmista y de claro sentido político ha desaparecido del debate público; estamos a otras. La cifra oficial nos vale, pues. Pero nos vale ¿para qué? A la mentalidad analógica, las cifras sirven para hacer comparaciones y señalar un rango en relación con otras cifras, que tampoco nos dicen nada. Veintisiete mil muertos en una colectividad de cuarenta y siete millones es una ratio insignificante. La muerte es siempre individual y para una mayoría la peste no es una amenaza mortal sino un incordio. Este es el fondo de la situación que tiene de controlar el gobierno. Los viejos, que están más cerca de la muerte, y los pobres, que tienen menos que perder, son los más dóciles al mandato oficial pero también los menos determinantes en la dinámica social. La peste fulmina ahorros, arruina haciendas, trunca carreras profesionales, arrasa negocios, desbarata expectativas, nos carga de deudas, pero no mata, o no mata mucho, o tal parece. En los últimos días, después de que se aplanara la curva, diríase que el virus ha abandonado la plaza pública y cedido protagonismo a los intereses económicos y políticos que tenía subyugados. El gobierno, no solo el nuestro, ha cedido a la presión, adobada con un alijo de chirriantes neologismos: nueva normalidad, desescalada, cogobernanza, rebrote, etcétera, términos cuya insolvencia semántica da idea de la confusión en la que han nacido. Son palabras bailando sobre números.