El escribidor debe el conocimiento de la palabra que da título a esta entrada al amigo Iaccopus, que a su vez la descubrió en un artículo del novelista inglés Ian McEwan, uno de cuyos hijos es virólogo profesional. El diccionario rae dice que es un término en desuso, del que da una acepción genérica, lo que da una idea de la dimensión del despiste, incluso lingüístico, con que recibimos la pandemia del coronavirus. Fómite es cualquier objeto inerte cuya superficie puede acoger virus susceptibles de ser trasferidos al individuo que lo toca. En inmunología se le considera vector pasivo. Habrán adivinado, pues, que estamos rodeados de fómites: barandillas de escalera, pomos de puerta, asientos de banco público, piezas de vajilla, tarjetas de pago, pero también las cáscaras de pepitas de girasol que escupe una adolescente en la acera, los vestidos que cuelgan de las perchas en los comercios recién abiertos, etcétera. Echen un vistazo a su alrededor y no verán más que fómites. La civilización urbana es básicamente el reino de estos objetos cuya familiaridad no debería tranquilizarnos.
El simio del que procedemos adquirió su condición humana cuando creó palabras para reconocer los elementos constitutivos de la realidad, a través de las cuales y con ayuda de la gramática y de la lógica pudo comprender cómo interactúan y conforman el entorno en que hemos de sobrevivir como especie. La palabra fómite nos hace ver de otra manera, más asombrada y cauta, la manija de la puerta. Un poeta podría percibir las irisaciones fúnebres que emite la superficie del latón o del plástico de que está hecha.
La sociedad perece cuando es incapaz de incorporar al marco de su imaginación un factor nuevo que afecta a la realidad consabida y compartida. Así que el buen pueblo se ha lanzado a disfrutar del desescalamiento, o como se llame, para recuperar la vida que teníamos antes, como estúpidamente pregonan los voceros de la derecha, pero ni el trazado de la ciudad ni los hábitos de socialización están diseñados para preservar el aislamiento de los individuos, sino todo lo contrario, lo que hace inevitable nuevos despuntes del contagio como ha ocurrido en Alemania, Corea del Sur y China, hasta ahora modelos en la contención de la peste, y Gran Bretaña, el primer país que pretendió la coexistencia de la pandemia y la normalidad, está al borde de los cuarenta mil muertos.
Los pequeños comercios, locales de hostelería y tajos de construcción abiertos en esta llamada fase uno, acosados por la necesidad de hacer caja para no hundirse, no están en condiciones de cumplir los protocolos (otro tópico) de prevención: demasiados gastos en desinfección, separación de la clientela, cautelas en el contacto personal, etcétera, que recortan inevitablemente la rentabilidad de negocios ya de por sí precarios. Las grandes empresas automatizadas (mi banco, por ejemplo) están a salvo de estas servidumbres, lo que permite pensar que toda la demagogia desplegada a costa de autónomos y pequeñas empresas no es más que un discurso para llevar a la clase de tropa a la sarracina de la trincheras. No se olviden de los fómites: las minas antipersona de esta guerra. Ian McEwan cierra su artículo con una cita del epidemiólogo Larry Brilliant: este manojo de ARN en su envoltura de grasa… se sienta a esperar con paciencia hasta que no haya más personas vulnerables.