Paseo matutino por el límite amurallado a la ciudad. Abajo, junto al río, los campos de la infancia macizados de vivienda nueva. Un paisaje de cemento que nos aísla del mundo. El paseo está contaminado de neologismos fules –desescalada, nueva normalidad- pero lo que lo distingue de otros paseos de meses atrás son las extravagancias impuestas por la peste: las caras ocultas tras los barbijos y el obligado paso de baile para eludir la cercanía del otro. Los viejos debemos cuidarnos del ridículo, no exhibirlo. No parecer más difuntos de lo que ya estamos. La función del paseo es acreditar el cansancio que produce: la única fe de vida disponible. Las punzadas que recorren los músculos, los crujidos de las articulaciones, los titubeos del pensamiento, el acoso de los recuerdos, nos dicen que estamos vivos, que algo de lo que llamamos vida aún nos habita. Hay viejos que pasean en bicicleta, como si tuvieran que ir más lejos o llegar más pronto. Aquí y allí, topas con un conocido, un antiguo amigo o un condiscípulo, y te asalta una alegría irracional, transitoria, de saberlo vivo también a él. El protocolo, otra que tal, te obliga a guardar la distancia y le dedicas un saludo ostentoso, como si el otro estuviera muy lejos, lo cual es por otra parte cierto. Las moradas del más allá, el cielo o el infierno, deben ser algo parecido: un paisaje fijo, al que estás atado, recorrido por paseantes extraños a los que creer conocer y a los que saludas con franca simpatía antes de que desaparezcan en la niebla.
La cabeza del paseante está ocupada por un artículo de prensa leído antes de salir de casa. El autor sugiere que bajo la disciplina cívica basada en el temor a la peste se incuba una rabia que estallará cuando lleguemos a la evidencia de que los sacrificios hechos para domeñar al contagio eran innecesarios porque la letalidad del virus sobre los niños y los jóvenes –vale decir, sobre la sociedad del futuro- es insignificante o inexistente en individuos sanos, así que toda la brutal renuncia a una vida normal tiene como únicos beneficiarios a los vejetes que esta mañana recorremos monótonamente el paseo de ronda.
Si el periodista pretendía provocar en el lector un sentimiento de culpa, en mi caso va dado. Para decir lo menos, el argumento tiene una falla porque los viejos no solo morimos, también contagiamos y consumimos recursos sanitarios. Que se lo pregunten a los y las que han palmado como moscas en residencias geriátricas durante las pasadas semanas, y tanto viejo muerto da mala imagen, como dicen los políticos, los asesores y los cuñados. Claro que también podrían crearse lazaretos y campos de concentración para la tercera edad con mínimos costes de mantenimiento. En fin, hágase lo que sea menester. Si creen que voy a pedir cuartel a estas alturas del curso, olvídenlo. Y algo más: estos paseos de desconfinamiento o como se diga están resultando un coñazo porque en la calle todo sigue igual, pero más gastado y más triste, y el horizonte es cada día más estrecho. Así que no crean encima que nos hacen un favor.