La jueza Carmen Rodríguez-Medel, uno de los factores de la crisis que agita el patio estos días, es lo que el tópico llama una hija del cuerpo. Su padre y su hermano son jefes de la guardia civil y el nombre de la jueza misma ha sonado en alguna ocasión para dirigir el instituto armado. Pero, además, su apellido la asocia (no sé si por parentesco o por coincidencia onomástica) con José Rodríguez-Medel Briones, teniente coronel de la guardia civil, republicano, hombre de confianza del presidente Manuel Azaña, quien le envió a Pamplona para contener el golpe de estado que urdía en esta ciudad el general Emilio Mola, con el que tuvo un duro enfrentamiento verbal. Mola pregonaba que España iba a caer en manos de comunismo; Rodríguez-Medel se mantenía leal al gobierno constituido. Cuando salió del despacho del general golpista fue asesinado por guardias civiles bajo su mando comprometidos con el golpe, convirtiéndose así en una de las primeras víctimas identificadas, si no la primera, de la guerra civil.

La guardia civil cuelga de varios hilos en el organigrama del estado. Es un cuerpo militar y en consecuencia depende orgánicamente del ministerio de defensa, pero ejerce tareas policiales y de orden público que la hacen depender funcionalmente del ministerio de interior, y en el marco de esas tareas oficia de policía judicial que la sitúan bajo el mando exclusivo del juez instructor de la causa de que se trate. Esta multidependencia en un cuerpo unívoco y compacto, que fue creado para defender la ley y el orden del estado moderno y que ha sobrevivido durante dos siglos con el mismo tricornio distintivo a través monarquías diversas, repúblicas, dictaduras y regímenes intermedios, crea forzosamente en sus miembros lealtades encontradas e intereses contradictorios, tanto más en los altos mandos en los que a su responsabilidad reglamentaria se superpone otra de carácter político, sin descontar el legítimo deseo de medro profesional.

Este conflicto de lealtades puede verificarse en el coronel Diego Pérez de los Cobos, jefe del cuerpo en Madrid, destituido por el ministro del interior por cese de confianza cuando dirigía una investigación a las órdenes de la jueza Rodríguez-Medel, destinada a imputar al gobierno por conspiración contra la salud pública. A cualquiera se le ocurre que investigar a tu propio jefe y conservar su confianza son situaciones incompatibles, pero justamente de eso se trata: de crear un conflicto. El ruido de fronda ha sido tal que ha obligado al gobierno a echar mano a la cartera y anunciar una subida de sueldo a la guardia civil y a la policía, ¿para evitar un motín?, ¿para ganarse su lealtad? Mal rollo. ¿Qué pensarán los sanitarios y las víctimas de la pandemia sobre cuyo sacrificio se celebra este episodio del secular encanallamiento de la política española?

La jueza Rodríguez-Medel ordenó a la guardia civil investigar un mito y obtener pruebas empíricas de un suceso improbable en el que no hay el delito que busca: la relación causal entre las manifestaciones feministas del ocho-eme y la extensión del contagio del coronavirus, deliberadamente fomentada por el gobierno, como un juez de la inquisición ordena que se investigue cómo las brujas que gobiernan la ciudad han envenenado el depósito de aguas para provocar la peste. Ni existen las brujas ni en el agua está la causa de la peste. La relación entre el ocho-eme y la pandemia es una tenaz leyenda inventada por la derecha, así que los agentes al cargo de la investigación no han tenido más remedio que buscar las pruebas en las opiniones, bulos, sospechas, insidias y demás materiales deleznables producidos por los inductores del mito, arreglando y componiendo los testimonios en aquellos puntos en que chirriaban al contacto con la realidad. Es como pedir a un cura de aldea que pruebe la existencia histórica de Cristo: te remitirá a la sábana santa de Turín.

Los mitos que propaga la derecha operan con un propósito balsámico contra la frustración por la pérdida del poder político pero lo más asombroso es su porosidad, su capacidad para adherirse al cuerpo social y su permanencia en el tiempo. Son leyendas literalmente virales y víricas. La primera vez que llegan a la atención del progre estándar le parecen una chorrada, que muda en estupor al observar como corren de boca en boca, la cantidad de voceros que las repican y lo alto que pueden llegar en la formación de la opinión pública. Quien esto escribe tuvo su primera experiencia con el mito conspiranoico de los atentados de once-eme de 2004. Al gobierno de don Aznar le falló la falsa atribución a eta y perdió las elecciones. Pocos días después, este escribidor viajaba en un taxi que tenía conectada la voz de una de esas urracas de extrema derecha que anidan en las ondas radiofónicas. El locutor explicaba una teoría del atentado según la cual era imposible que lo hubieran perpetrado solos esos moritos. El viajero del taxi sentenció para sí que aquello era una perorata de cretinos y no conservó de lo oído más que el asombro que le produjo. Júzguese el largo itinerario de aquel mito tóxico, que dividió a la sociedad, maltrató a una parte de las víctimas, aplastó la carrera profesional de policías que habían investigado los hechos, cuestionó la probidad del tribunal juzgador y dejó una huella indeleble de sospecha en la idea que nuestra sociedad tiene de sí misma.

El mito del peligro comunista en julio de 1936; el mito de la conspiración de Marruecos con el socialista don Zapatero en marzo de 2004; el mito de las feministas rojas que traen la peste en abril de 2020. Cuidado con los mitos de la derecha.