No solo la realidad sino también sus reflejos y representaciones están contaminados por la pandemia monotemática. Los contenidos que expiden las fábricas de noticias y opiniones, que son el nutriente principal de esta bitácora, se pueden clasificar en tres grupos. El primero, las estadísticas de contagiados, víctimas y supervivientes, y la innumerable casuística de la desescalada y sus fases ininteligibles. Segundo bloque, el rifirrafe político y su enfática ferocidad, de la que ya se hablado lo suficiente. Y por último, los planes de futuro, que ocupan el tercer tercio del material editado por los medios. No hay día en que no paladeemos tres, cuatro o más piezas de opinión sobre lo que nos espera cuando todo esto acabe. Los menos arriscados concluyen que es imposible saber cómo será el mundo del día después, pero hay otros que no dudan en sugerir hipótesis y escenarios diversos, a su leal saber y entender. Este borbor diario en el que los mensajes parecen haberse emancipado de los hechos es desquiciante.
La peste ha tenido un severo efecto sobre nuestra percepción del mundo porque nos sitúa en un presente continuo e indefinido, que nos aleja de cómo era antes y no nos acerca a cómo será después. Asumimos el confinamiento con espíritu deportivo porque un automatismo cultural, heredado de la educación religiosa, nos lleva a pensar que toda desgracia tiene una función providencial. El diluvio siempre termina con una paloma que lleva una ramita de olivo en el pico. Así que con este bagaje, el desconfinamiento ha sido un deprimente reencuentro con la realidad, que no es nueva pero sí está más deteriorada: más gente en el paro y más negocios cerrados; más hambrientos en las colas de la sopa boba; el gobierno tartamudo y la oposición enloquecida; el sempiterno patio de Monipodio más crispado, si cabe, y el asueto concedido a la ciudadanía a horas fijas, tan constreñido por normas relacionales de nuevo cuño que más parece una convalecencia que una vacación. Ni siquiera lo que parecen noticias esperanzadoras, como la implementación del ingreso mínimo vital o las anunciadas ayudas europeas para la reconstrucción económica encuentran eco en este pandemonio. Lo que identifica la nueva normalidad es la mascarilla. Diríase que la llevamos no tanto para prevenir el contagio del virus cuanto para ayudarnos a respirar esta atmósfera tóxica, que es la de siempre y que antes del coronavirus respirábamos a pleno pulmón.
En este contexto, esta bitácora estará en dique seco unos días, ocho o diez al menos, para cargar las pilas y ganar perspectiva, lo que quiera que signifique ese tópico. Gracias a los seguidores y adictos de este rincón, nos reencontraremos en breve. El autor queda en la compañía de las memorias de Woody Allen, cuyas primeras páginas son un desternillante homenaje a la felicidad infantil. Ya veremos lo que viene más adelante porque, como sabemos ahora más que nunca, el futuro no admite planes.