Nunca llegaremos a saber las razones, llamémoslas así, que tuvo la juez para dar curso a una denuncia particular de neta intencionalidad política y nula sustancia judicial. ¿Ambición profesional, empecinamiento técnico, encono político, hambre de fama? Cualquiera que fuese el impulso, la instrucción del caso exigía, primero, definir un delito improbable –prevaricación por omisión- y luego acumular pruebas para las que se carecía de cualquier indicio material. El objetivo del denunciante era una operación de caza mayor en la que las presas debían ser el presidente del gobierno y algún ministro, por ejemplo el de sanidad, y el director del centro de emergencias sanitarias, como poco. Lo que los abogados del estado llamaron durante los preliminares de la instrucción una causa general. El procedimiento judicial obligó de entrada a restringir la batida al delegado del gobierno de Madrid, que es como salir a cazar elefantes y volver con una perdiz. Luego vino la acumulación de pruebas con atestados de la policía judicial trufados de bulos, inexactitudes y sesgos intencionados, y un informe forense que pasará a la historia local de la infamia, a cargo de un profesional hiperventilado. Para ese momento, la causa ya había alcanzado la temperatura al rojo blanco y el tendido de sombra aullaba animando al cuadrillero que empuñaba la puntilla. Pero, llegado el momento de la verdad, la juez decidió no seguir la suerte de Sansón y perecer con todos los filisteos bajo las columnas del templo, y archivó la causa, que quedará para historia como el caso 8-eme.
La denuncia del 8-eme y la instrucción judicial subsiguiente, de haberse llevado a término, tenía como objetivo obvio derribar al gobierno, pero el impulso procede de un discurso anterior que identifica el feminismo con un grave peligro social y, pandemia mediante, con una fuente de infección orgánica. La resolución de la juez ha cortado el periodo de cocción de esta leyenda, que podría haber sido pasto de telediario durante meses y meses, pero no ha acabado con ella. Otro portavoz del pepé, un tal don Steegman, lo ha dicho con una claridad insuperable al conocerse el archivo de la causa: el 8M pasará a la historia de la enfermedad y de la desgracia en España. La desgracia es social; la enfermedad, orgánica. Esta biologización de la política la aplicaron con éxito los nazis, que al tradicional antisemitismo europeo de origen religioso y cultural añadieron un argumento biológico, que una vez aceptado es inapelable y el enemigo solo puede ser combatido mediante una enérgica e implacable desinfección.
El pasado ocho de marzo y en fechas inmediatamente anteriores y posteriores se celebraron en España centenares de actos deportivos, políticos y recreativos, que reunieron a millones de personas y también funcionaron a pleno rendimiento los transportes públicos, los mercados, los centros comerciales y las plantas fabriles. Podemos especular con que estas aglomeraciones humanas pudieron estimular en algún caso la expansión de la pandemia, pero sería ingenuo suponer que la intención del denunciante de la causa, un tal don Valladares, y de sus palmeros mediáticos y políticos fuera otra que ganar una baza política o, en su defecto, alimentar un mito que, no lo duden, pervivirá al fallido incidente judicial a que ha dado lugar.