El gobierno, o quien sea a quien competa esta tarea, ha puesto en circulación al rey y a la reina para que visiten los lugarejos de su reino devastados por la pandemia. La gira tiene un formato de rogativa inversa pues no se trata de obtener mercedes para los atribulados lugareños, que ya se las apañarán como puedan en este trance, cuanto para hacer visible al egregio visitante. Es como si en plena sequía los feligreses sacasen de paseo al santo del lugar, no para que llueva sino para que a la talla medieval le dé el aire. La monarquía es un instrumento tan antiguo (de hecho, el más antiguo de todos desde que la humanidad decidió organizarse en grupos estancos) que hay muy pocos ingenieros que sepan cómo ponerla en marcha cuando se gripa. En las escuelas de ingeniería ya no se estudia y quizá solo en los post grados de paleontología se enseña cómo equilibrar una corona real en una cabeza, generalmente momificada, ¿pero quién emplea paleontólogos para este fin? Así que todos son improvisaciones y que sea lo que dios quiera. Los hábitos de nuestros reyes son intrusivos o elusivos, según el momento y las circunstancias, y, o bien borbonean en política o borbonean en sus negocios privados,  así que un paseo entre el buen pueblo parece un punto medio pertinente y tranquilizador: se hacen visibles pero nada más, ni política ni negocios, como el santo de la rogativa.

Pueblo, aquí tienes a tu rey; rey, aquí tienes a tu pueblo. Este es el resumen del protocolo que impera en las reales comparecencias públicas. Pero, hechas las presentaciones y visto el asunto que motiva la visita, ¿qué hacer a continuación, cuando llega el momento del aperitivo popular? Era en esta circunstancia en la que el rey emérito, dios le bendiga, desplegaba el don por el que pasará a la historia: la campechanía. El real abuelo reía, gastaba bromas, degustaba la oferta de las bandejas –¡estos espárragos son cojonudos!-, palmeaba hombros, perpetraba pequeñas indiscreciones que los testigos atesoraban como preciados recuerdos de ¡el día que estuvieron con el rey!  Y, en fin, convertía un entorno de decenas de sujetos innominados en una corte momentánea en la que reinaba la plebeyez. Aquello era una monarquía democrática por aspersión.

Todo indica que el rey reinante carece de este don. Quizá está demasiado preparado en colegios y universidades de élite para dejarse arrastrar por el fingimiento del populismo monárquico. Quizá busca un sentido a su real vida, más allá del ejemplo de su padre. Pero, por ahora, ni la constitución ni los hábitos de la corona dan para muchos ensayos y así don Felipe se ve obligado a aceptar una lonchita de jamón de un tabernero local -que su padre habría devorado con genuina complacencia-  sin poder evitar cierta incomodidad. ¿Y ahora qué hago? Apóyate en la barra, dicen que le dijo doña Letizia para que mostrara el encanto campechano de la familia. El obsequioso cronista de la anécdota también nos cuenta que los reyes se esforzaron por mantener la naturalidad y acercarse a la gente pese a las precauciones que exige el coronavirus. El coronavirus y, a qué negarlo, la vergüenza.