Sobre el virus de la corona, y 2
He aquí la segunda noción rescatada estos días del pecio de la monarquía. El rey es inviolable. Lo dice el artículo 56.3 de la constitución. Inviolable parece sinónimo en este caso de inmune e irresponsable, como remacha el mismo artículo constitucional, pero hay matices interesantes. Algunos intérpretes del texto sagrado, incluido el gobierno con la boca pequeña, han aventurado que la inmunidad se ciñe a los actos por razón de su cargo pero en la modesta opinión de este lego la inviolabilidad se refiere a la persona del rey, como dice el mismo texto constitucional, sin distinción entre que ejecute un acto de estado o una gamberrada callejera y sin distinción tampoco entre que esté en activo o esté jubilado, como es el caso. El mismo término, inviolable, no está elegido al azar y abarca un campo semántico más amplio que la mera responsabilidad cívica o política. Inviolable significa intangible, y esta condición se adquiere de una vez por todas, a menudo desde la cuna misma. El rey no es un funcionario sino el tótem de la unidad y permanencia de estado y cualquier ataque a su persona significa de facto una quiebra del estado. Al rey no se le puede esperar a que se jubile para empapelarlo como podría hacerse con un diputado o un presidente del gobierno electo.
En realidad, esta cuestión que tiene perplejo al vecindario es viejísima y data de la teología medieval donde recibía el nombre de los dos cuerpos del rey, y puede resumirse así: el rey encarna en su cuerpo material, que habrán de comerse los gusanos, un cuerpo místico (el de la nación, el imperio, el reino o como se llame), que exige a sus súbditos que cuiden al cuerpo mortal del rey y no osen atacarlo ni menoscabar su fama y autoridad porque representa a la nación. Para decirlo en otros términos, un ataque al rey en nombre de, digamos, un procedimiento judicial por blanqueo de capitales, es sinónimo de una profanación o sacrilegio en el ámbito religioso, al que el estatus real está fuertemente asociado. La chorrada de que la ley es igual para todos es eso, una chorrada, como vimos en el juicio de don Urdangarín. El rey emérito no juró la constitución sino que fue elegido por un poder anterior (este fáctico) que hizo grabar en las monedas de curso legal que era caudillo por la gracia de dios, y alguna razón tendría a la vista de la longevidad y bonanza de su mandato. El actual rey sí ha jurado la constitución, pero lo hizo como una formalidad (como la jura de Santa Gadea, que tanto nos emocionaba en la peli de Charlton Heston) después de haber sido designado como rey por su padre dimisionario. Así que, primero el rey, luego la constitución. La monarquía es el negocio de los monarcas y de sus familias y eso explica por qué el gobierno se haya inhibido de la crisis y haya dejado que sea el rey reinante el que encuentre una solución y establezca el famoso cortafuegos, es decir, que sea él mismo el que disponga cual es la base de su legitimidad.
Supongamos que por alguna maniobra de birlibirloque, la crisis se resuelve, lo que sin duda ocurrirá. El rey reinante reina y el emérito desaparece. Cosas más raras hemos visto los de nuestra generación. Estamos de vuelta en la casilla de salida. Al joven Felipe le espera una larga vida en la que no hay gran cosa que hacer y en la que es de nuevo inviolable. Quién nos dice que de aquí a unos años no le dará la pájara como a su padre y dejará colgado en el perchero de La Zarzuela el cuerpo místico para dar satisfacción al cuerpo carnal. Después de todo es el rey, ¿por qué habría de privarse de lo que está al alcance de los magnates con los que trata a diario? Ellos ni siquiera son inviolables. Y entonces ¿qué hará el gobierno? ¿Lo tratará como a un preso en libertad condicional y le anillará un geolocalizador en la muñeca?, ¿pondrá al servicio secreto pisándole los talones, no para amparar sus desmanes como hicieron con su padre sino para impedírselos? La buena noticia es que la respuesta a estas preguntas corresponde a la siguiente generación. Que haya suerte.