Agosto y tropecientas crisis abatiéndose sobre nuestras cabezas, como innumerables plagas de Egipto. En esta atmósfera, el auto exilio del rey emérito ha recibido una cobertura parca y cautelosa. Los comentaristas habituales, sobre todo en la tele, han dado su previsible y borrosa opinión y nada más. Es obvio que nadie quiere calentar el ambiente ni romper la pauta del tratamiento a la monarquía. El presidente del gobierno, en su febril agobio, incluso se ha lanzado a decir que la escapada real fortalece a la monarquía. Somos un país de incendios forestales. A estas alturas, ni siquiera se sabe dónde está el rey fugado, es decir, el foco del incendio. Es una prueba empírica de las constantes del alma colectiva. Si está en la genética borbónica acabar en el exilio tras innumerable pufos e irregularidades a cuya tentación no pueden resistirse, está también en los genes del pueblo español la convicción de que cualquier alternativa a la monarquía significa que terminaremos hasta los cojones de todos nosotros, como resumió gloriosamente don Estanislao Figueras, presidente de la I República española antes de tomar el tren y marcharse él mismo a París. Y aquel fue un final feliz.
Algunos aventurados sugieren que la institución monárquica debe ser más transparente. ¿Para qué?, ¿es que sabemos poco de ella? La opacidad de la familia real es condición de la estabilidad del régimen y de la tranquilidad de la ciudadanía, que ya tiene bastante con lo suyo. ¿Se imaginan dónde estaríamos ahora si se hubieran expuesto a la plaza pública, con luz y taquígrafos, como dice el cursi, los primeros escarceos del rey emérito con doña Bárbara Rey o con don Manuel Prado y Colón de Carvajal en los ochenta? De aquellos polvos, estos lodos, dirá un cenizo. Sí, pero ahora ya tenemos repuesto y, como dice el gobierno (o la parte mayoritaria de él), don Felipe VI ha salido fortalecido, lo que quiera que eso signifique.
Escribe el constitucionalista Javier Pérez Royo que las cortes generales deben intervenir porque la corona no es una propiedad privada de la familia real -como parece deducirse de la misiva que el padre fugado dirige a su hijo reinante– sino que pertenece al pueblo español. Pérez Royo es una de las firmas de prensa de obligada lectura porque es de los pocos de los que se aprende algo cuando has llegado a la última línea, pero no recuerdo ninguna ocasión en que, a pesar de la evidencia de sus argumentaciones, se le haya hecho el menor caso. Exhibe en sus escritos una lógica diamantina incompatible con el fangoso mamoneo de curso legal en las instituciones españolas. Y eso es todo por hoy, amigos.
P.S. Don Juan Carlos se instala en la República Dominicana. Ahí va un chiste rancio, gratis para monologuistas: El rey emérito sale con su dinero de una monarquía datilera para guardarlo en una república bananera. Más o menos.