En la tarde tórrida se celebra una convocatoria por la república. Dos o tres decenas de asistentes apiñados en medio de un torbellino de tráfico humano en uno de los lugares más concurridos de la ciudad, centro comercial y nudo de autobuses urbanos. No se ve ni una bandera republicana; los convocantes portan una pancarta tricolor a la altura de la cintura, oculta a la vista por la aglomeración, y algunos vejetes exhiben una pegatina en la camisa, pero las banderas que ondean prolijamente sobre las cabezas de los reunidos son las de casa, la ikurriña y la del reyno (ya saben, las cadenas de las Navas de Tolosa), ambas oficiales y de curso legal, y las proclamas se gritan en vascuence y se dirigen contra la monarquía más que a favor de la república. El acto tiene un aire prepolítico, adánico, veraniego. Si es una muestra del empuje republicano que ha de soportar don Felipe, tiene reinado para rato.
Entretanto, aquí está la segunda oleada de la peste. Rebrotes por doquier, crujidos y temblores en la asistencia primaria y sabios que piden al gobierno que someta a un escrutinio independiente el sistema de atención a la pandemia para diagnosticar a qué se debe la excepcionalmente alta mortandad que produce en un país en que tenemos la asistencia sanitaria en grandísima estima. La pandemia, y la crisis económica que trae consigo, cumplen una función ambigua. De una parte, redoblan los motivos para el malestar y la depresión colectiva; de otra, ayudan a establecer las prioridades y a salvar los muebles. En un país tan improvisado y afecto a las chapuzas, una catástrofe, sea interna o externa, ayuda a apuntalar el edificio y tirar pa’lante durante el siguiente trecho. Somos destartalados, pero muy resistentes.
No obstante, es imposible obviar la crisis borbónica. Los republicanos más ilustrados, que saben que el debate sobre el modelo de estado está, y estará por mucho tiempo, fuera de la agenda pública, proponen medidas que permitan salvar la honrilla del país, las cuales resultan disparatadas a fuer de razonables. La locura es la racionalidad del verano, como pueden atestiguar los habitantes de las noches ibicencas. Una propone un estatuto de la monarquía que regule las andanzas y responsabilidades del jefe del estado. Otro, que las cortes generales investiguen los actos del don Juan Carlos desde el primer minuto de su reinado. Ambos proponentes afirman desde su idealismo republicano que, de no seguir estas sugerencias, la sociedad española está abocada a la descomposición política. Quizá tengan razón pero más tarde. Mañana, como dice un humorista de la tele. Fíjense si les han hecho caso que aún no ha empezado de verdad la crisis y ya tenemos una mentira –o una ocultación, que es lo mismo- sobre el paradero del rey fugitivo, avalada por el gobierno, y en el patio ya se están formando las cohortes de lameculos monárquicos, que incluso han identificado a los responsables de la crisis para lo que fuera menester. No me digan que no es una suerte que la covid19 siga hiperactiva.