Una crónica londinense da noticia del pavoroso estado de corrupción alrededor del gobierno de míster Johnson. El repertorio es conocido: otorgamiento de contratos gubernamentales a dedo, gasto público injustificado, fraude fiscal, y por ahí seguido. Ni el coronavirus, ni la crisis económica, ni el incierto bréxit, ni cualquiera otra cabeza de la hidra de Lerna que pudiera emerger de las profundidades de este momento histórico han distraído ni por un minuto los afanes del dinero. Es verdad que no hay razón para que no sea así. El dinero es el elemento más volátil de nuestro ecosistema después del aire mismo, pero tiene una muy baja carga vírica, menor aún desde que ha proliferado el uso de tarjetas y aplicaciones de móvil para los pagos y cobros en el mercado cotidiano. Es un hecho que alienta el delirio de los negacionistas cuando afirman que la futura vacuna inoculará un chís para tenernos completamente controlados, y bastará en que pensemos en la posibilidad de comprar unos pantalones en elcorteinglés para que automáticamente se trasfiera el importe de la operación desde nuestra cuenta bancaria a la del vendedor; si el consumidor decide al fin no llevar a cabo la compra, el chís revierte la operación sin coste alguno y sin otra huella que la que deja el pensamiento del consumidor en la red global, y que será utilizada en el futuro para atender a sus necesidades antes incluso de que sean formuladas. La paranoia no es más que un desarrollo imaginario y descontrolado de una experiencia real.
El idealismo naíf que imperó brevemente durante el periodo del confinamiento, con sus ovaciones pautadas al sacrificado personal sanitario, evocan un tiempo en que pensamos que el mundo sería mejor cuando nos dejaran volver a la calle. El prolífico Slavoj Žižek ha repetido que la pandemia alumbrará un comunismo global porque la alternativa es la barbarie. No es la primera vez que se establece la antinomia entre socialismo y barbarie; de hecho, es un tópico. La barbarie tiene mala fama pero lo cierto es que todos somos vástagos de bárbaros porque quienes no lo fueron cuando tocaba perecieron. Así que es posible que míster Trump gane las elecciones en noviembre porque la pareja oponente Biden-Harris representa un orden declinante, de un liberalismo bienintencionado e impostado, conservador y en todo caso impotente para llevar a cabo las reformas que reclaman sus votantes. Lo que distingue a Biden de Trump es que el primero participa en la carrera con el freno de mano echado. Se puede suponer que si las sociedades disfrutaran de un momento de sosiego, Biden y los que son como él ganarían las elecciones, pero los conflictos se suceden sin tregua y la cancha es de los matones. Don Casado se ejercita para serlo y se niega a cualquier pacto que dé tregua al adversario. Trump propone a sus seguidores un fraude electoral y Casado mantiene firme la rodilla sobre el cuello de la constitución para demostrar que es más duro que Cruella de Vil. El riesgo en el momento actual no está en que al despertar el dinosaurio siga ahí sino en que no despertemos porque nos ha devorado el dinosaurio.