Digamos que el aparato productivo del capitalismo avanzado necesita cada vez menos mano de obra, si bien más y mejor formada; añadamos a la ecuación que las mujeres han entrado en estos restringidos nichos de empleo porque trabajan mejor y son más competentes y sacrificadas, y por último tengamos en cuenta que permanece intacta la arcaica estructura patriarcal que en el seno de la familia favorece las expectativas de los hijos varones, criados en un ambiente sobreprotegido e irresponsable. Este conjunto de ingredientes, combinado de manera desigual según las circunstancias, da un fenotipo masculino característico: el machote desocupado. Un tipo engreído, ensimismado, ignaro y exhibicionista. Es la clase de líder que exhibe el emergente populismo neofascista que corroe occidente: Trump, Bolsonaro, Abascal, etcétera. Dejamos provisionalmente fuera del catálogo a Boris Johnson, no porque no sea tan engreído y aciago como los otros sino porque se envuelve en una suerte de chispeante nonsense étnico, propio de las clases altas británicas a las que todo parece darles igual excepto su propio estatus. Simplemente, Boris es más gracioso que los demás pero todos forman una única especie desarrollada a partir del modelo de matón de barrio, que se destaca y gana autoridad en círculos cerrados, aunque puedan ser tan vastos como un país. Medran en culturas tribales y en situaciones de abandono y desesperanza; son de discurso corto, habilidades rudimentarias y propensos a la mala fe. Su sobreactuación en el escenario es el reverso de una íntima inseguridad.

Nadie parecía esperar la pandemia pero menos que nadie estos tipos que han negado la evidencia hasta que la evidencia los ha tumbado. Hay razones para que encabezaran el pelotón de los negacionistas: no podían aceptar que un organismo microscópico les robara la atención del público. Los enemigos de estos sujetos son fantasmas creados por su imaginación, si bien identificables por el común: los inmigrantes, los chinos, los comunistas, pero ¿qué decir de un virus invisible? Durante estos meses, Trump ha expelido todas las ocurrencias derogatorias sobre el covid19 que le han pasado por el magín, a menudo embistiendo a sus propios asesores y a los periodistas que le interrogaban, y se ha exhibido como si fuera invulnerable. Bien, pues no lo es. La información sobre su  situación clínica es, como todo lo que emana de este personaje, confusa, hecha de ocultaciones, verdades a medias y simples mentiras de entre la que es imposible extraer un relato convincente. Pero un detalle en su iconografía resulta revelador. Quizá para demostrar que su estado es bueno ha comparecido tras una mesa de despacho pero sin su inevitable corbata, esa banda fálica de color fosforescente que le recorre verticalmente el abdomen, desde el grueso pescuezo que soporta la cabeza emplumada hasta la entrepierna. Pero qué niño, por ingenuo que sea, iba admitir que está ante supermán si este se le presentara sin la capa que le caracteriza.