Mientras el foco mediático está dirigido a la batalla de Madrid, la remota provincia subpirenaica registra índices tremebundos de incidencia de la pandemia. Por razones de salud mental, el viejo no sigue ni retiene las cifras y porcentajes de contagios, defunciones, etcétera, si bien no puede eludir su gravitación y le resulta imposible, por mero instinto de supervivencia, ignorar los hechos, y estos son tanto más asombrosos si tenemos en cuenta que vivimos en una región de bajísima densidad demográfica -seiscientos sesenta mil habitantes en diez mil kilómetros cuadrados-, un territorio casi vacío en el que la población se distribuye en municipios pequeños y, en teoría, fácilmente controlables. La capital misma, que está inmediatamente detrás del conglomerado madrileño en la lista de casos diagnosticados (730 por cien mil habitantes) apenas registra doscientos mil vecinos y un jubilado que tenga el menisco operativo puede recorrerla a pie de punta a punta en cincuenta minutos. A lo que el imaginario local añade la creencia de que tenemos la mejor sanidad pública del país. El sistema sanitario funciona, al parecer, razonablemente bien, y no se ha visto desbordado como en otras partes, así que ¿qué puede fallar?
Las autoridades han terminado por convenir en que son impotentes para hacer un diagnóstico del comportamiento de la pandemia, cuya evaluación, por fin, se va a poner en manos de una entidad independiente. La presidenta de la remota provincia, doña María Chivite, comparte esta ignorancia y tentativamente confiesa: “ningún experto puede dar una única explicación. Tiene que ver con los hábitos sociales, los modelos de familia y que tenemos más contacto con la gente mayor que en otros países, pero hay factores que se nos escapan”.
Abierto, pues, el turno de palabra, este jubilado propone la siguiente explicación: la proliferación de la pandemia se debe en buena medida a una perversa relación entre la clase política dirigente y la sociedad que les vota. Los políticos deben su puesto a los votantes y toda la comunicación que los primeros han desplegado en estos meses ha tenido, además de numerosas imprecisiones y titubeos, un cariz tranquilizador y elusivo y, cuando venían mal dadas, la culpa la tiene el otro. Para decirlo con una palabra de moda, los políticos han contaminado de populismo la situación. El paradigma de esta estrategia es el portavoz don Fernando Simón, que alterna sus aplacientes intervenciones públicas con la exhibición de sí mismo como feliz practicante de deportes de riesgo; cae muy simpático pero la pandemia no amaina.
En esta estrategia de diversión, los políticos han incorporado al lenguaje expresiones sin sentido y perfectamente estúpidas como nueva normalidad o, más difícil todavía, fiestas-no-fiestas. No se puede torturar al lenguaje sin que la realidad se vea desfigurada. O hay fiesta o no hay fiesta. Cualquier confusión en los términos de este dilema es una invitación a transgredir la norma. El fin del confinamiento trajo la falsa idea de que la pandemia había sido vencida y coincidió en el tiempo con el verano y las fiestas populares. Los actos formales de estas fueron suspendidos dejando huérfana la sentimentalidad colectiva y así nació la fiesta-no-fiesta, es decir, la reunión etílica de personas, sobre todo jóvenes, sin control alguno. En la remota provincia, estos encuentros festivos-no-festivos han sido quizá el principal foco de contagio, siempre ascendente, desde el pasado julio.
Los viejos estamos de salida, seamos o no empujados por el covid19, pero vale la pena preguntarse qué experiencia cívica y política extraerán los jóvenes de este trance. Las consecuencias de la pandemia son por ahora imprevisibles pero ciertamente les va a tocar a ellos encararlas y administrar la sociedad resultante. Señalar esta obviedad no significa criminalizar a la juventud, como se han apresurado a denunciar las cluecas y los cluecos de guardia en esta sobreprotectora sociedad.