Llueve en la remota ciudad subpirenaica. La densidad pluvial no es mayor que un habitual sirimiri, pero ha perdido el carácter bonancible y típico de este fenómeno cantábrico y parece más la lluvia punitiva y tóxica de la escenografía de Blade Runner. El gobierno provincial ha adoptado ¡por fin! medidas más restrictivas para atajar la expansión de la pandemia. Medidas que parecen insuficientes incluso para quienes las han decretado mientras buscan el cabo del hilo de Ariadna legal que les permita ampliarlas hasta el cierre perimetral del territorio sin que sea preciso recurrir al estado de alarma, que debe decretar el gobierno central. En la remota provincia somos muy quisquillosos respecto al fuero. Sea la derechona madrileña o los indepes de la periferia, todos tenemos fueros que defender, todos menos ese vecino sobrevenido y proliferante al que se le conoce con el nombre alienígena de SARS-Covid2.
Las nuevas restricciones han impedido la continuación de un modesto ciclo de lecturas comentadas sobre las distopías de este siglo nuevo, que venía desarrollándose en la Biblioteca Pública Mª Luisa Elío de Barañáin y al que asistíamos poco más de una docena de fieles de la literatura. La irrupción de la pandemia obligó a modificar el repertorio de títulos inicialmente previsto para incluir Diario del año de la peste de Daniel Defoe y La peste de Albert Camus en los que la epidemia es un desafío para extraer las razones del heroísmo que anida en la especie humana. Pero esta clase de libros no presentan propiamente distopías, un género que ilustra sobre el fracaso de la sociedad y de sus dirigentes, lo que James Joyce llama la pesadilla de la historia, como nos recuerda Margaret Atwood en el prólogo de El cuento de la criada, otro de los títulos tratados en el ciclo.
Esta tarde habríamos de examinar Sumisión de Michel Houellebecq, donde se cuenta la islamización de Francia a causa de la falta de coraje y el oportunismo de sus élites democráticas. Este proceso, de resonancias ciertamente distópicas, es narrado por el protagonista de la novela, un escritor cínico y desarraigado al que resulta fácil identificar con el propio autor. Un par de citas de sus libros nos ayudan a entender el universo ideológico en que navega este muy leído y controvertido enfant terrible de las letras francesas: “Me daba cuenta, sin embargo, y desde hacía años, que el creciente distanciamiento, ya abismal, entre la población y quienes hablaban en su nombre, políticos y periodistas, conduciría necesariamente a algo caótico, violento e imprevisible” y “Una civilización muere simplemente por hastío, por asco de sí misma, ¿qué podía proponerme la socialdemocracia? es evidente que nada, solo una perpetuación de la carencia, una invitación al olvido». El nihilismo de Houellebecq no es inédito en la literatura reciente; al contrario, en su ámbito lingüístico tiene un precedente de insuperable calidad en Louis-Ferdinand Céline y, por lo que llevamos visto históricamente, es una dolencia que desemboca en el fascismo, un régimen que, al parecer, tiene virtudes balsámicas para aplacar la ansiedad de los nihilistas. ¿Cómo funciona este proceso de desarraigo y negación que nos conduce al fascismo?
La obcecada y delirante presidenta de Madrid, doña Ayuso, está ganando puntos ante los suyos en su batalla contra el gobierno central. ¿Y quiénes son los suyos? Un conglomerado de clases altas y medias, culturalmente arcaicas y con un sentimiento, genuino o inducido, de naufragio en medio de un océano de perdedores. Nadie puede pactar con fenómenos colosales como la pandemia o la globalización, y si es la racionalidad democrática y liberal la que nos ha llevado hasta aquí, la respuesta no puede ser más que la irracionalidad y el regreso a los buenos, y mitificados, viejos tiempos. Houellebecq se sitúa en esta onda y la derecha española también en su búsqueda de un líder que unifique sus dos brazos, vox y pepé, que proceden de la misma raíz. Don Casado no da la talla porque bajo su gesticulación se advierte que es todavía demasiado institucional y su narcisismo escasamente trumpiano, así que la imagen de doña Ayuso avanza imparable en el imaginario de la derecha. Los muertos no importan porque Trump y Ayuso, encaramados como Mussolini al balcón del palacio presidencial, ya han demostrado que son invulnerables al virus, a todos los virus, incluso el democrático.