Los martillazos con que han arrancado la placa conmemorativa de Largo Caballero en Madrid se proclaman como una respuesta de la derecha a la memoria histórica, que consideran una conspiración social-comunista, y así ha sido presentada por los mismos inductores y ejecutores de esta acción. Este, digamos, argumento coyuntural para justificar un acto de barbarie municipal es la envoltura de un sentimiento más profundo: la derecha rechaza la historia porque le niega la hegemonía. Su proyecto político es crear un estado en presente perpetuo como el dios de la Biblia creó el mundo sin abandonar la inmortalidad. En los años noventa, al desplome de los regímenes de la órbita soviética, un tal don Fukuyama proclamó torpemente el fin de la historia (luego ha reconocido su error, al fin Fukuyama es un académico serio, no un voxiano). Pues bien, esta declaración del fin de la historia había sido precedida en España por otra análoga proclamada sesenta años antes, cuando Franco ganó la guerra y se autotituló caudillo por la gracia de dios y murió cuando dios quiso con la pretensión de dejar la historia atada y bien atada, inmóvil, eterna, como había sido su reinado. Este anhelo de inmortalidad, que es genérico en las derechas extremas, se resume bien en la consigna del Reich de los mil años para identificar una catástrofe que duró apenas doce.
La derecha trumpiana tiene en este mundo dos objetivos: ganar dinero y detener la historia, y, si lo segundo no fuera posible, reventarla, frenarla, diluirla en el caos por último. La misma derecha que ataca los modestos signos de la memoria republicana mantuvo una actitud reservada y silente cuando el gobierno exhumó los restos del dictador de su mausoleo en Cuelgamuros. No fue por acuerdo con la medida ni por respeto a la decisión mayoritaria del parlamento sino porque el pasado, pasado está y ahora se trata de empezar de nuevo. Don Abascal no quiere devolver al pedestal la estatua ecuestre de Franco sino ocupar él mismo el plinto vacío para lo que practica equitación y ya se ha retratado de esta guisa en vídeo. Al jefe voxiano le da igual que le comparen con Franco o con Recaredo, lo que importa es que le identifiquen a caballo y en esa pose va a presentar su anunciada moción de censura. El pepé le va a la zaga en esta guerra cultural, como advierte doña Cayetana, que se ha ofrecido a dirigirla con ayuda de su mesnada de los libres e iguales. Pepé y vox son dos destilados de la misma alquitara franquista; no son franquistas -¿quién lo es?- pero no saben ser otra cosa. Las urgencias y placeres de los pasados años dorados les han privado del tiempo y del interés necesarios para forjarse una idea independiente y equilibrada de la historia del país que han gobernado y sin duda volverán a gobernar un día (ojalá que no cercano), entre cuyos desafíos no es el menor la falta de un consenso histórico, que es la premisa para afrontar el futuro.
¿Y los ciudadanos naranjos? He aquí un partido liviano, oportunista, de una derecha nueva e ignara, incubado en la bonanza económica de los noventa, que salió a escena con la consigna ni rojos ni azules, es decir, sin ideas, y que a la postre hace buena la sentencia atribuida a Pío Baroja: «En España siempre ha pasado lo mismo, el reaccionario lo ha sido de verdad y el liberal lo ha sido muchas veces de pacotilla”.