¿Y qué hay de los puentes festivos que se avecinan? El estado de alarma ha sido aceptado con una conformidad resignada –ya veremos cuánto dura- que no puede evitar que por sus costuras se escapen los gemidos por las pérdidas que acarreará el aislamiento. Todas están relacionadas con una característica forma de sociabilidad que delata un malestar universal en condiciones normales. Nuestras ciudades están diseñadas para el trabajo, y más concretamente para el trabajo industrial. La vivienda puede ser más o menos cómoda en el interior pero los espacios vecinales son escasos, estrechos e inhóspitos. No hay parques lo bastante extensos y acogedores y los lugares de encuentro, léase los bares, son en general tabucos más o menos acomodados y concentrados en unas pocas calles. En las ciudades de provincia, sobre todo, habitamos en un entorno medieval recubierto de sucesivos estratos urbanos que no alteran la estructura originaria; en el mejor de los casos, se levantan en los márgenes del núcleo central y configuran paisajes compactados de cemento y miríadas de vehículos aparcados en las aceras. La propiedad de la tierra y su aprovechamiento especulativo para la construcción es la base de nuestro modelo productivo, y de la corrupción política consiguiente, al que se pretende extraer unas rentas adicionales con un turismo barato e insostenible. En la remota ciudad subpirenaica resultan patéticos los grupitos de turistas invernales que vienen a ver el encierro de los toros cuando no hay encierro.

Este agobio urbano, que es gasolina de alto octanaje para cualquier forma de epidemia, se quiere evitar mediante dos movimientos de signo contrario: centrípeto y centrífugo. El primero mira al pasado desvanecido y el segundo al futuro hipotético. La navidad es  el epítome del movimiento centrípeto. Como si no estuviéramos lo bastante juntos durante el resto de año y durante los innumerables años pasados, necesitamos juntarnos un poco más en estos potlachs familiares que duran unas interminables jornadas repetitivas cuya justificación religiosa o gastronómica hace tiempo que ha desaparecido. Los puentes vacacionales constituyen el movimiento centrífugo: la huida hacia adelante. Hay otros mundos más allá aunque cada vez se parezcan más al nuestro.  Los invadimos por unas horas, los pateamos, los contaminamos y vuelta a casa que mañana es lunes. En ambos movimientos, centrípeto y centrífugo, el virus chapotea alegremente.

Bien, para ser justos reconozcamos que la navidad y los puentes vacacionales representan, a su modo ratonero y rutinario, la satisfacción de dos anhelos básicos del ser humano: la necesidad de tener un origen y un horizonte, de atarse a una tradición y de inventar mundos nuevos. La experiencia del recluso consiste en ver achatados ambos polos de la herencia a la que cree tener derecho. Los humanos somos reclusos la mayor parte del tiempo y llevamos con naturalidad las argollas que nos corresponden, no hace falta poner ejemplos, y la tolerancia al confinamiento del estado de alarma irá por barrios y dependerá de las reservas de servidumbre voluntaria que cada individuo o grupo tenga. Lo probable es que a los jóvenes y a los ricos se les acabe antes.