Una vieja historieta de Álvaro de la Iglesia (los jóvenes, a la wiki) contaba que un torero sale triunfador de la plaza a hombros de sus seguidores, los cuales, según el ritual, habrían de llevarle de esta guisa hasta su hotel, pero, ya fuera porque el hotel estaba lejos o porque el grupo de entusiastas equivocó el camino, los porteadores fueron desanimándose y abandonando la empresa hasta que el último apeó al torero de su espalda y lo dejó en cualquier esquina, perdido en su triunfo taurino. Desde su misma eclosión como partido y apenas alcanzados los primeros éxitos electorales, unidaspodemos no ha dejado de registrar desafecciones y abandonos, que hacen aparecer a don Iglesias solo en medio de un coso vacío. No es seguro que esta situación le inquiete. Hay en él un gusto por el riesgo, una tenacidad en la embestida y un ensimismamiento en la faena, que funden en una sola figura al toro, acosado y asaeteado, y al torero, radiante y desafiador, lo que tiene su gracia siendo el personaje público más odiado por el mundo taurino. En su papel institucional como vicepresidente del gobierno es el imbatible objeto de la ira de los tendidos de sombra mientras su cuadrilla en el burladero se deshace como un bizcocho en el café con leche.

La tendencia al fraccionalismo es un mal congénito de la izquierda, tanto más agresivo cuanto más al extremo se sitúa la organización concernida. Sin duda, se debe a un desajuste originario entre la urgencia y ambición de los objetivos y la tortuosa y forzada parsimonia del método. Esto es bastante obvio en los podemitas. La conquista de los cielos se revela como un significante vacío, para decirlo en su propia jerga, cuando, conquistados estos, es decir, alcanzado el gobierno, resulta que ningún sueño se ha cumplido y nada sustancial ha cambiado. Insistir en que es el primer gobierno de coalición de la democracia con la que está cayendo resulta una puerilidad, y entretanto la autodestrucción del proyecto continúa, implacable.

El último episodio nacional ha tenido lugar en Andalucía, donde la batalla interna ha discurrido por vericuetos que resulta cansino discernir pero que ha terminado, por ahora, a falta de lo que digan los jueces, en una suerte de disputa de corrala entre doña Rodríguez y doña Montero, ambas con sus bebés en brazos y sus respectivos maridos ocupados en los altos despachos del poder político. La primera acusa a la segunda de falta de sororidad porque han actuado contra ella mientras estaba dedicada al cuidado de su prole y la segunda le responde que la política no se detiene mientras se cambian los pañales, a lo que la primera replica, la política no me cambió de barrio. Chúpate esa. La sentimentalidad  revolucionaria contra la razón de estado, diríamos, si se quiere hacer una alegoría y convertir este penoso sainete en una obra de tesis. Y los que les hemos votado, ¿qué hacemos?