Biblioteca General de Navarra, 24.11.2020

Esta exposición es el destilado de un modesto cursillo de lectura dedicado a indagar el tratamiento novelesco de los temores y amenazas, ya sean reales o imaginarios, que sobrevuelan la sociedad occidental de este principio del siglo XXI, ficciones que conocemos como distopías.

Esta actividad fue planeada y su contenido establecido a finales del pasado año, meses antes de que la pandemia del coronavirus se enseñoreara de nuestras vidas. Así que la sola visión de esta sala y de quienes la ocupamos, unos alejados de otros, todos enmascarados, inevitablemente inquietos y temerosos sobre nuestro azaroso presente e incierto futuro, ya indica la paradoja que preside este encuentro. Hablar de temores imaginarios cuando estamos sumergidos en un miedo real absorbente es como dar un curso de náutica básica mientras se hunde el Titanic. Porque ¿qué fábula literaria puede ser más sombría que la insidiosa amenaza real de un virus de alta contagiosidad y desconocida naturaleza que se expande a nuestra alrededor e invade el mundo? ¿A qué debemos temer más que a esa entidad microscópica que nos obliga a vivir tras una mascarilla profiláctica, nos impide el contacto físico con nuestra gente y nos obliga a toda clase de distorsiones de nuestra rutina diaria bajo amenaza de un difuso, y tal vez mortal, castigo a nuestra salud? En resumen, lo que necesitamos en ese momento de peligro real no es la imaginación del novelista sino la prédica del experto y, en todo caso, no una novela sino un libro de autoayuda. Dicho lo cual y hecha abstracción de la circunstancia, nos atendremos al programa. Muchas gracias a todos por su presencia y empecemos preguntándonos qué es la materia que nos ha reunido.

El término distopía es un neologismo que no por casualidad está adquiriendo un uso expansivo. El diccionario RAE lo adoptó en alguna de sus últimas ediciones a principio de este siglo y lo define como una representación ficticia de una sociedad futura de características negativas causantes de la alienación humana. Es una definición vaga e inexacta. En la edición del diccionario de este año 2020 la RAE ha incorporado al repertorio léxico del español el adjetivo distópico, lo que es un reconocimiento de que la distopía puede encontrarse en cualquier ámbito, sea de la literatura o de la realidad. Una aproximación más funcional al significado sería decir que distopía es lo contrario de utopía. Es sabido que utopía alude a una sociedad, estado o situación hipotética en la que reina la felicidad humana pero por eso mismo es inexistente o inalcanzable, que es lo que significa: un no lugar. Utopía es, pues, la expresión literaria de un pronóstico o de un anhelo social. Lo que interesa de este concepto es que fue popularizado al comienzo de lo que llamamos la Edad Moderna (la novela más famosa con este título es del humanista inglés Tomás Moro, a principios del siglo XVI) cuando la fe debía servir al buen gobierno, al progreso material y al bienestar de la sociedad. Esta fe en el progreso constituirá el marco cultural de las burguesías occidentales durante los cuatro siglos siguientes hasta que entre los siglos XIX y XX se produce una implosión del humanismo clásico debida a la irrupción como sujetos históricos de dos colectivos humanos que, hasta ese momento, habían tenido un papel subalterno y dependiente en la historia: el proletariado y las poblaciones colonizadas. La aparición histórica de esta parte mayoritaria de la humanidad pero cuyas exigencias de libertad e igualdad no pueden ser satisfechas por el mercado y las instituciones burguesas dan lugar a la liquidación de la utopía y la aparición de su reverso, la distopía. El prefijo des o dis tiene una función derogatoria. La distopía es la expresión literaria de una racionalidad quebrada.

La primera novela a la que se atribuyó la etiqueta del género es Nosotros, obra del escritor soviético Yevgueni Zamiatin (1924), una representación de la realidad en que había derivado la revolución socialista, el gran sueño utópico del siglo pasado. La novela de Zamiatin inspiraría a George Orwell para escribir 1984, que es la distopía más conocida del siglo pasado, pródigo en otros títulos del género, que incluyen algunas obras maestras muy leídas como Un mundo feliz de Aldoux Huxley (1932) o Farenheit 451, de Ray Bradbury (1953). En todas ellas, las instituciones políticas y los avances científicos que habrían de servir al bienestar y al progreso aparecen como amenaza e instrumento para la manipulación, primero, y la destrucción, después, de la vida y la integridad del individuo.

La distopía, pues, se instaló en la imaginación literaria y en este periodo entre el siglo XX y XXI, del que nos ocupamos ahora, relativamente próspero para las sociedades occidentales, se ha convertido en un formato para avisar del lado oscuro de la civilización, la pesadilla que nos asalta en medio de un plácido sueño colectivo en el que las necesidades básicas del ser humano están satisfechas. La distopía se describe como una normalidad forzada, en la que las reglas, hábitos y creencias que definen la convivencia están atenazados o sacudidos por una fuerza amenazadora y letal, producida no por agentes externos (como sería una pandemia, en este caso) sino por la misma estructura de la sociedad, que mantiene a los individuos en un constante estado de zozobra y ansiedad, sin que sean conscientes de su naturaleza y origen, ni puedan enfrentarla. El malestar que produce la distopía nace de sus rasgos reconocibles, cercanos a nuestra experiencia. Margaret Atwood describe así el género en su introducción a la novela El cuento de la criada, que comentaremos más adelante: “Nunca había escrito un libro de esa clase. Era una forma sembrada de obstáculos, entre los que destaca la tendencia a sermonear, las digresiones alegóricas y la falta de verosimilitud. Si iba a crear un jardín imaginario, quería que los sapos que viviesen en él fueran reales. Una de mis normas consistía en no incluir en mi libro ningún suceso que no hubiera ocurrido ya en lo que James Joyce llama la ‘pesadilla’ de la historia, así como ningún aparato tecnológico que no estuviera disponible. Nada de cachivaches imaginarios, ni leyes imaginarias, ni atrocidades imaginarias. Dios está en los detalles. El diablo también”. Esta construcción de una realidad reconocible para el lector y compatible en alguna medida con su propia experiencia es lo que distingue la novela distópica de otros subgéneros que le son próximos y familiares: el fantástico, la ciencia ficción, el realismo mágico, etcétera.

En resumen, estos serían los rasgos generales de la ficción distópica:

1) Es un subgénero literario que ha adquirido carta de naturaleza en el siglo XX, aunque pueden rastrearse ejemplos en la literatura anterior.

2) El escenario de sus relatos es la sociedad de masas y su organización en el estado-nación.

3) El fondo moral es la deshumanización entendida como pérdida del estatus del individuo a manos de los aparatos del estado burocrático moderno.

4)  La situación que se describe es cerrada y sus habitantes están condenados; el pesimismo es un ingrediente habitual en esta literatura.

5) La distopía se reconoce como obra de los seres humanos y resultado de su organización social; fruto de una mezcla de idealismo, mala fe y fatalidad. “Nuestros ciudadanos eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos, dicho de otro modo, eran humanistas: La plaga no está hecha a la medida del hombre, por tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar”, es una cita de Albert Camus, que define bien la distopía y su relación simbiótica y a la vez contradictoria con el humanismo.

4 distopías del siglo XXI  

Después de esta introducción entramos en materia con cuatro novelas que, a nuestro juicio,  entran plenamente en el género. Son: El cuento de la criada, de Margaret Atwood; Sumisión, de Michel Houllebecq; Nunca me abandones, de Kazuo Ishiguro, y Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago.

Interesa destacar de entrada un rasgo común a todas ellas. A pesar de sus diferencias de enfoque, estilo y resolución, las cuatro tienen como materia nuclear el cuerpo humano. Al contrario de las distopías del siglo pasado, en la que el foco se posaba en la condición social y política de los personajes, en la deshumanización sobrevenida desde fuera de ellos a través de una determinada organización de la convivencia y del estado, la distopías de este siglo se afincan en el cuerpo humano, en la íntima experiencia de nuestra integridad física y de nuestros sentidos. De entre las distopías canónicas escritas en la pasada centuria Un mundo feliz, de Aldous Huxley, introduce elementos de manipulación biológica a través de la creación en laboratorio de seres humanos felices pero, aún así, su perspectiva es social y política. En el prefacio de su novela, Huxley lo cuenta del siguiente modo: “El cambio realmente revolucionario deberá lograrse, no en el mundo externo, sino en el interior de los seres humanos. Las personas que gobiernan en ‘Un mundo feliz’ pueden no ser cuerdas, si consideramos el sentido absoluto de la palabra, pero no son locos de atar y su meta no es la anarquía, sino la estabilidad social. Para lograr esta estabilidad llevan a cabo, por medios científicos, la revolución final, personal, realmente revolucionaria”.

Huxley y Orwell escribieron en una época culturalmente dominada por el colectivismo que trajo la revolución socialista y los estados de la época, reglamentados y autoritarios. La sociedad prevalecía sobre el individuo y lo que motivaba a estos autores era la preservación del orden liberal y democrático amenazado por la perversa combinación de avances científicos y poderes totalitarios. En el principio del siglo XXI esta situación ha cambiado por completo: la amenaza de regímenes totalitarios está exorcizada, al menos por ahora y en occidente, y desde hace treinta años vivimos en una burbuja cultural en la que es hegemónico el individualismo del pensamiento neoliberal. Los avances científicos se siguen produciendo pero ahora están en manos del mercado, que secciona la humanidad en grupos privilegiados y subalternos según la capacidad económica que tengan para participar en las reglas del juego. En consecuencia, la literatura se ha apeado del observatorio desde el que describía la sociedad como un todo orgánico –una entidad que se ha vuelto inabarcable con la globalización- y se ha recluido en el individuo y su experiencia íntima. La organización social no está cuestionada; lo que nos preguntamos cada uno de nosotros es quiénes somos en esta trama, cuáles son nuestros intereses y cómo podemos satisfacerlos. Este es quizá el rasgo identificativo de las distopías de este principio de siglo.

El cuento de la criada

Hay más de una forma de ser libres, decía Tía Lydia. Puedes gozar de algunas libertades pero también puede liberarte de ciertas cosas. En los tiempos de la anarquía, se os concedían ciertas libertades. Ahora se os concede vivir libres de según qué cosas. No lo menospreciéis. (El cuento de la criada, Margaret Atwood)

Lo que se describe en El cuento de la criada es una sociedad en la que los hombres han dado un golpe de estado y han instaurado un régimen teocrático (cristiano fundamentalista) en el que las mujeres están confinadas y condenadas a su función reproductora. La escenografía de la situación está compuesta de elementos propios del universo carcelario. El tránsito hasta esta situación ha empezado por la restricción de los derechos civiles y económicos de las mujeres (invalidación de sus tarjetas de crédito, despido de sus empleos) para continuar apartándolas de sus familias y recluyéndolas en un sistema en la que las más aptas para la fecundación (criadas) son reservadas para el macho alfa (comandante) cuando su esposa no le da hijos. En este universo, los hombres ocupan el puesto más alto de la pirámide, el poder absoluto (comandantes), y algunos poderes delegados en quienes custodian los edificios y hacen controles callejeros (guardianes), ofician de espías (ojos) y soldados que luchan en las guerras externas (ángeles), a los cuales se les asigna una esposa si han hecho méritos suficientes. Pero el núcleo de este mundo es un gineceo en el que reina la esposa del comandante, apoyada en vigilantes internas (tías) y por mujeres de servicio doméstico (martas), todas las cuales se ocupan de mantener en condiciones de ordenada reclusión a las criadas hasta el momento en que una de ellas sea convocada para ser fecundada por el comandante. El régimen, a la manera totalitaria conocida, se sostiene mediante una feroz represión sobre los disidentes, ya sean mujeres que han incumplido sus obligaciones o seguidores de otras religiones proscritas, que son ahorcados en un lugar que llaman el muro, y en vistosas ceremonias de masas, que en ocasiones son autos de fe contra mujeres rebeldes. Las criadas prisioneras mantienen entre sí algunos lazos de afecto, de reconocimiento, de amistad anterior o de simple contacto que permite vislumbrar la existencia de una red de resistencia que la policía aplasta y hace inoperante. También existen relaciones clandestinas e ilegales entre el comandante y su esposa y la criada. El primero quiere hacerla su amante; la segunda quiere que copule con un guardián del recinto para que quede embarazada porque sabe que su marido es impotente. Ambos trasladan sobre la criada sus sueños de dominación y estatus. La situación es estática durante todo el relato, y a través de la protagonista/narradora, que opera como guía, nos internamos en los recovecos del sistema, que permanece igual a sí mismo hasta la última línea. La perspectiva del narrador (narradora, en este caso) es la de un ser escindido, en posesión de sus facultades intelectivas y sensoriales pero incapaz de actuar sobre el entorno para transformarlo o ponerlo a su servicio, como un personaje de Kafka.

¿Es El cuento de la criada una distopía feminista? Preguntada por esta cuestión, Margaret Atwood responde elusivamente que en su novela “las mujeres son seres humanos, con toda su variedad de personalidades y comportamientos que eso implica y además son interesantes e importantes y lo que les ocurre es crucial para el asunto, la estructura y la trama del libro”. La respuesta refuerza la idea de que estamos ante una novela distópica pues un rasgo característico de este género literario es la existencia de personajes que conservan el discernimiento y la conciencia necesarias para desenvolverse en la aberrante realidad que les envuelve y establecer un lazo de empatía con los lectores. Lo que hace interesante esta novela son los caracteres femeninos que interactúan en un régimen que pretende convertir a todas las mujeres en esclavas de un rígido y despiadado sistema exclusivamente dedicado a la procreación.

Entre los conceptos nuevos que el feminismo ha aportado al debate público, uno de los más repetidos es la noción de heteropatriarcado, que definiría nuestra cultura. Margaret Atwood se remonta hasta el origen de esta noción cultural en busca de inspiración para la trama y la encuentra en el Génesis, el primer libro de la Biblia, donde se cuenta el origen del universo y de la humanidad y en cuyo capítulo 30 se relata cómo Jacob recurre en varias ocasiones, casi como un sistema, a la fecundación de las esclavas de sus esposa para tener un hijo que esta, presuntamente, no pueden darle. El coito del patriarca con la esclava se realiza en presencia de la esposa-ama y también el parto, de tal modo que la madre biológica es despojada de su recién nacido para entregarlo al regazo de aquella. En la Biblia, este régimen de procreación no es anecdótico porque el beneficiario es Jacob, el padre de las doce tribus de Israel y, en términos bíblicos, de la humanidad entera. Jacob es el macho inseminador, el semental, y al mismo tiempo el patriarca de una agrupación humana en la que las nociones de familia, pueblo y sociedad se confunden, y en las que las mujeres forman un orden funcional y jerárquico a su servicio: esposas, sirvientas domésticas, parteras y esclavas como recipientes de fecundación. La cuestión que late bajo la trama novelesca es el valor de la mujer por encima o más allá de su capacidad reproductora y de qué modo responden a esta pregunta mujeres con distintos caracteres y en situación también distinta.

Dos hallazgos que hacen memorable la novela. El primero es el tratamiento de la historia, en clave de cuento infantil, colorista y contenido al mismo tiempo, sin ápice de rasgos trágicos o melodramáticos. El color rojo de los hábitos de las criadas, esa mezcla de ostentación cromática y recato monjil, es una genialidad y no hay duda de que ha servido a la fama de la novela y a su gran aceptación en los estándares del cine y la televisión. Las ceremonias, las rutinas de los personajes, sus conversaciones, las situaciones en las que se ven inmersos son a la vez artificiosas y naturales, como en las fábulas. El lector se siente cómodo en este marco imaginario, en el que las pinceladas extravagantes no le impiden seguir el hilo argumental propio de una novela cuya narrativa sigue las convenciones del realismo. En el epílogo, la autora dará un nuevo giro a la fábula haciéndola aparecer en cierto congreso académico como un documento recuperado muchos años después, en el que los historiadores han indagado para acreditar su autenticidad como fuente histórica. Es un final inesperado, que la autora sin duda ha utilizado para acabar con cualquier posible reticencia del lector sobre lo que ha leído. La fábula es una ficción que se subraya con otra ficción del supuesto congreso histórico y dos ficciones constituyen una realidad igual que dos negaciones son una afirmación.

El segundo hallazgo de Margaret Atwood es de orden narrativo y consiste en situar el núcleo del relato en el cuerpo de la mujer. En la novela, se describen en varias ocasiones los miedos, dudas e incertidumbres de diversas mujeres en relación con el embarazo y el parto. La procreación es una fuerza enorme de esperanza y angustia ante la que la mujer se encuentra generalmente sola, a menudo sometida a presiones externas contradictorias. En Gilead, así se llama el país de la novela, la reproducción de la vida ha sido reducida a un hecho instrumental. La violación entre ceremonial y burocrática a la que el comandante somete a la criada en presencia de la esposa y una cohorte de servidoras para dejarla embarazada, resulta un acto deshumanizado, atroz y desasosegante porque está desprovisto, no solo de amor o ternura sino incluso de mera atracción sexual. Es un acto de estado. La situación de esclavitud de la criada se debe a dos intereses distintos. La esposa la quiere porque necesita un hijo para hacerse valer entre las otras esposas, sus iguales; el comandante necesita a la criada no solo como amante sino como signo de la autoestima que debería darle el poder, que necesita exhibir también entre sus iguales y que ha perdido en un régimen en el que las mujeres, empezando por la esposa, han sido anuladas como personas. En resumen, El cuento de la criada describe un paisaje desolador, caracterizado porque los hombres, solitarios y distraídos, siguen en lo alto del edificio social y vigilando sus puertas y tránsitos para preservar lo que creen que son sus intereses mientras las mujeres permanecen agrupadas en una cerrada comunidad cuyos hábitos y límites definen los hombres. En el epílogo de la novela, se dice que ocurrió en cierto periodo del pasado, que muy bien podría ser nuestro presente.

Sumisión

Me daba cuenta, sin embargo, y desde hacía años, que el creciente distanciamiento, ya abismal, entre la población y quienes hablaban en su nombre, políticos y periodistas, conduciría necesariamente a algo caótico, violento e imprevisible (Sumisión, MIchel Houllebecq).

Una civilización muere simplemente por hastío, por asco de sí misma, qué podía proponerme la socialdemocracia, es evidente que nada, solo una perpetuación de la carencia, una invitación al olvido». (Serotonina, Michel Houllebecq)

Un régimen totalitario y la situación de la mujer en él son dos rasgos que emparentan las ficciones de El cuento de la criada de Margaret Atwood y Sumisión, de Michel Houellebecq. Nada más las asemeja, ni la trama, ni el tono, ni, lo que es más importante, la perspectiva del narrador. El francés Houllebecq es uno de los novelistas más leídos en Europa en este principio de siglo y es probable que quede en la historia de la literatura como el satírico de este tiempo. Es un prosista agudo y despiadado, que posee un privilegiado ojo clínico para detectar, y relatar en sus obras, los síntomas del malestar que aqueja a la sociedad post moderna, cuyo notorio bienestar parece corroído por la incertidumbre del futuro y la insidiosa certeza de que su placentera forma de vida está al borde de su final. En Sumisión, título ambivalente y deliberadamente equívoco, como veremos más adelante, la amenaza viene del Islam. Sumisión es, conviene adelantarlo, la novela menos novelesca del repertorio que venimos tratando. Houllebecq lo justifica asÍ: Cuando se me califica de sociólogo, se hace como crítica a mi arte narrativo, pero yo lo recibo como un cumplido. La literatura sin ideas, el estilo como arte puro, no es lo mío. Los partidarios de una literatura purista, bella, son prestidigitadores que no tienen nada verdadero que decir.  

¿En qué momento llegamos los occidentales a percibir el Islam como un desafío y una amenaza? Sin duda, la fecha cenital fue el 11 de septiembre de 2001 por el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York. Luego vinieron otros atentados en Madrid, Barcelona, Londres, París, Viena, que nos han hecho ver el islamismo como un movimiento político ampliamente extendido en el mundo, con ambición territorial y potencialmente letal, no solo para los individuos sino también para la sociedad. De alguna manera, percibimos el islam como la némesis de nuestro modo de vida. Houllebecq utiliza la sombra que proyecta sobre la imaginación occidental para urdir su distopía. En esta ficción, el partido musulmán francés se alía para la segunda vuelta de las elecciones presidenciales con los socialistas y una coalición de la derecha moderada, a todos los cuales aventaja en votos, para impedir la victoria de la extrema derecha de Marine le Pen. Esta coalición gana las elecciones y el líder Mohammed Ben Abbes, de la Hermandad Musulmana, es elegido presidente de la república. El relato está salpicado de personajes reales de la política francesa con otros ficticios por lo que puede leerse también como una crónica –arbitraria, desde luego- de la situación política del país. El nuevo presidente musulmán pertenece a la élite política y cultural francesa y su propósito final es crear por vías diplomáticas una versión del imperio romano, esta vez con capital en París, que incorpore a los países árabes mediterráneos a la Unión Europea. Estas estrategias se llevan a cabo con normalidad y la aceptación generalizada de las élites políticas y culturales, y se inician los cambios del nuevo ciclo, uno de los cuales es la conversión de La Sorbona en universidad islámica financiada por Arabia Saudí.

La voz que cuenta esta historia, el narrador y contrapunto de este cuadro sociopolítico, es un profesor universitario en los cuarenta y pico, divorciado, desarraigado y solitario, distanciado de sus colegas y de lo que queda de su familia. En el curso del relato, su novia le abandona para emigrar a Israel y sus padres mueren; la  madre, en el más absoluto abandono y el padre como un jubilado bienestante casado con una joven, circunstancia que impresiona más que cualquier otra al hijo que ha acudido a su sepelio. El sexo es la única parte de su organismo y de su sensibilidad que le funciona y le proporciona a la vez placer y sentido, y hay un momento en que lo reconoce así explícitamente cuando se dice a sí mismo que su aparato genital es el único órgano de su cuerpo que funciona bien. Hay en este trazado del personaje una voluntad desafiante y cínica que busca provocar al lector y sin duda quiere retratar el vacío y la decadencia de la sociedad socialdemócrata, como despectivamente la llama el  narrador. Este profesor se ha doctorado en literatura francesa con una tesis, que le ha hecho famoso en ámbitos académicos, sobre J. K. Huysmans, un escritor francés de la segunda mitad del XIX, decadentista y reaccionario, que terminó por convertirse al catolicismo y tomar los votos de la orden benedictina, datos que es interesante conocer porque aquí Huysmans funciona como un trasunto del narrador, también decadente y que también tendrá al final una conversión religiosa, al Islam en este caso, aunque con un propósito completamente cínico, que no hace sino ahondar en la catástrofe que viene, es decir, en la distopía.

Al tomar el poder en la universidad, los islamistas llevan a cabo diversas medidas, como la obligatoriedad del hyjab para las estudiantes y una depuración, en principio voluntaria, del cuerpo docente por la que los profesores que no desean seguir en sus cátedras son jubilados con una generosa pensión. Inicialmente, y más llevado por su propia desgana que por cualquier otro motivo más militante, nuestro narrador es jubilado. Sin embargo, su tesis doctoral sobre Huysmans le lleva a ser requerido por la prestigiosa editorial Biblioteca de la Pléiade para que dirija la edición de su obra completa. Este encargo editorial otorga una enorme distinción en el mundo académico francés y un antiguo colega del profesor-narrador, que ahora es una autoridad en la universidad musulmana, intenta reclutarlo de nuevo para la docencia con un magnífico sueldo. Durante una tarde entera, ambos charlan en la casa del reclutador. Este despliega razonamientos para convencerle de la verdad del Islam, menos fundados en la teología que en la utilidad. La religión de Mahoma, viene a decir este predicador, acepta la realidad humana y no crea mitos, ni modelos de santidad inalcanzable ni dogmas ininteligibles, y sus mandatos están dirigidos al buen funcionamiento de la sociedad con la mirada puesta en dios. Sin embargo, quien le escucha está interesado solo en un particular aspecto de esta religión: la poligamia. Al entrar en la casa se ha topado con una atractiva adolescente de la que su colega le informa que es una de sus esposas; otra, de mayor edad, sin atractivo erótico al ojo del invitado pero muy eficiente, es la que atiende a los varones sirviéndoles el té y las pastas. La posibilidad de tener varias mujeres sumisas a sus deseos es lo que inclina a este ateo a profesar la religión musulmana, no sin antes preguntar a su mentor cuántas mujeres podría tener y si el islam permite echar un vistazo a la candidata al matrimonio sin los ropajes que ocultan su cuerpo. A estas preguntas, se le responde que, con su sueldo, podría llegar a tener hasta cuatro esposas y en cuanto a conocerlas físicamente antes de la unión, el islam proscribe el amor romántico y deja este encargo de selección a las casamenteras, que son muy eficientes y tienen en cuenta los gustos y preferencias del varón; por lo demás, no hay inconveniente en que elija a sus esposas entre sus alumnas. Estos argumentos convencen al profesor/narrador, quien en las últimas páginas de la novela se convierte al islam. 

El cinismo de este final en el que la decadencia occidental llega hasta el punto de servir de agente corruptor de la recién implantada religión islámica está ilustrado por un chiste literario: la casa en la que la autoridad académica alecciona y recluta para la nueva religión al protagonista es un palacete en el que vivió el mítico editor de la postguerra Jean Paulhan y donde su esposa Dominique Aury (Pauline Reague, 1954) escribió la famosa novela Histoire d’O, una fábula sobre el masoquismo y el sometimiento voluntario de una mujer a las sevicias de su amante. Sumisión, el título de la novela de Houellebecq, es lo que significa la palabra Islam, referida a dios, y musulmán es el que se somete. Sin embargo, la sumisión en que está pensando el protagonista de la novela es, obviamente, la de las mujeres a sus deseos.

La realidad histórica tiene, sin embargo, su propio código humorístico, ajeno al literario, e hizo que Sumisión llegara a las librerías francesas el 7 de enero 2015, el mismo día en que dos  yihadistas entraron armados con fusiles de asalto en el edificio de la redacción de la revista satírica Charlie Hebdo y al grito de alá es grande mataron a doce personas y dejaran heridas a otras once. La revista, que había publicado diversas caricaturas de Mahoma, había dedicado el último número a Houllebecq con el siguiente titular: «Las predicciones del mago Houellebecq: En 2015, pierdo mis dientes y en 2022 haré el Ramadán».  El atentado tuvo, como se recordará, un enorme impacto internacional. El 11 de enero se celebró en París una gran manifestación o marcha de unidad nacional, a la que concurrieron dos millones de personas con la asistencia de 40 líderes mundiales, y a la que se sumaron manifestaciones análogas en todas las ciudades francesas, que popularizaron el lema Je suis Charlie. En estado de consternación consecuencia del atentado, Houllebecq se vio obligado a suspender la promoción de la novela y a llevar escolta durante un tiempo. En enero de 2019, una noticia de prensa anunciaba la preparación de una serie de televisión sobre la novela.

Nunca me abandones

“¿Qué es lo de especial que tenía esa canción? Bueno, lo cierto es que no solía escuchar con atención toda la letra; esperaba a que sonara el estribillo: ‘Oh, baby, baby… Nunca me abandones…’, y me imaginaba a una mujer a la que le habían dicho que no podía tener hijos, y que los había deseado con toda el alma toda la vida. Entonces se produce una especie de milagro y tiene un bebé, y lo estrecha con fuerza contra su pecho y va de un lado para otro cantando: ‘Oh, baby, baby… Nunca me abandones…” (Nunca me abandones, de Kazuo Ishiguro).

La novela de Kazuo Ishiguro es, probablemente, la que mejor se ajusta al canon de la novela distópica de entre el repertorio de ficciones que hemos convenido para este ciclo y es también, por calidad literaria, la mejor de todas, sin duda una obra maestra. También es la única novela del ciclo que emparenta con Un mundo feliz, de Aldous Huxley, en que se desarrolla en el estadio más extremo de la deshumanización. Hay diversos modos de aproximarse a la interpretación de esta novela. Uno posible es que trata sobre el despertar a la vida de tres adolescentes  –Kathy, Ruth y Tommy-, condiscípulos de un internado inglés y unidos por lazos de amistad y afecto a la vez que sumidos en la soledad de su propia individualidad y abocados los tres a un destino incierto que página tras página se revelará, a ellos y al lector, como inimaginablemente atroz. Si decimos que esta ficción se ajusta al canon distópico es porque el escenario reúne las características de un entorno normal y apacible, si bien cerrado y aislado, y habitado por personajes comunes y razonables, todo lo cual sin embargo transmite desde la primera línea una sensación de extrañeza y de sospecha que impedirán al lector abandonar el relato. En realidad, tanto los tres jóvenes protagonistas como el lector creen saber lo que está ocurriendo pero necesitan confirmarlo y en la ansiedad que provoca esta sed de verdad radica la empatía que el lector establece con la materia del relato, que discurre a través de la voz y la memoria de uno de los tres protagonistas, Kathy.

Si hubiera que caracterizar el mecanismo narrativo de Ishiguro, diríamos que privilegia la memoria subjetiva como motor de la historia y obliga al lector a seguirlo a través de la experiencia y el recuerdo del personaje que ha elegido como narrador, narradora en este caso. La materia del cuento se ciñe a anécdotas circunstanciales, hechos menudos y cotidianos sin trascendencia aparente en sí mismos pero que, relatados con detención y detalle, y una prosa excelsa, adquieren dimensiones significativas. Este estilo debe su eficacia a que se ajusta bien a la experiencia común del ser humano, de una parte obligado a acomodarse a las circunstancias en la que vive; de otra, inquieto e insatisfecho con su modo de vida y su destino. A través de este estilo, que el lector comparte en su experiencia con los personajes de la novela, empatiza con ellos y se incorpora al trascurso de la historia, a la vez que recibe elementos de juicio adicionales que le permiten mantenerse en estado de alerta ante lo que previsiblemente es una catástrofe. Por ejemplo, el párrafo con el que hemos encabezado este comentario relata la escena de una adolescente que baila en su cuarto del internado, abrazada a una almohada, mientras un reproductor de cintas emite la canción Nunca me abandones, que da título a la novela. La narradora, que es la misma bailarina, evoca a una mujer que no puede tener hijos, como es su circunstancia y la de las demás jóvenes del internado, algo que el lector ya sabe porque se le ha informado en un capítulo anterior,  y también cuenta unas líneas más adelante que su baile en solitario es espiado por una mujer mayor a la que llaman ambiguamente Madame y que parece ser la directora o responsable del centro. En esta escena hay numerosas claves del relato que permanecen en la memoria de la narradora y que se irán esclareciendo a medida que avance la historia, cerca ya de su final.

Hailsham es el nombre de la institución en la que viven los tres protagonistas, donde se han conocido y donde se inicia una relación de amistad y afectos que durará hasta el final de sus vidas. De entrada, parece el típico internado inglés de élite pero la descripción del lugar, la distribución de los edificios y servicios, etcétera, que se desprende de las observaciones de la narradora, trasmite la sensación de un lugar incompleto y destartalado. De alguna manera, tampoco reina el orden que el tópico invita a esperar de un centro educativo de esa clase. Los profesores son llamados custodios y alumnos y alumnas reciben una educación más bien voluntariosa sobre diversas materias, hacen deporte  y sobre todo son estimulados a ejercitar su creatividad en arte pero también tienen rutinas muy raras como una especie de mercadillo interno, al que llaman intercambios, en el que canjean por vales sus trabajos escolares, y otro llamado saldos, en los que pueden comprar con esos mismos vales baratijas que traen del exterior y que se convierten en preciosos tesoros para quienes las compran. Los jóvenes saben que son estériles y copulan entre ellos. En conjunto, el cuadro se parece más a una granja que a un colegio, y ello a pesar de la impecable racionalidad de los pensamientos de los jóvenes y del remilgado lenguaje que utilizan al hablar entre ellos y para dirigirse a sus custodios. En cierto momento, la narradora evocará una ocasión en que rodearon a la mencionada Madame con el fin de congraciarse con ella y sintió como esta presunta directora del centro se comportó como si tuviera miedo de las alumnas, un miedo instintivo, como si fueran arañas. Avanzado el relato, el lector recibirá de pasada la información de que los jóvenes internos son clones destinados a proveer de órganos a los seres humanos que los necesiten.

Ishiguro pone en juego no pocos de los lugares comunes de la literatura distópica, al menos desde Kafka, al que bien podría considerarse el padre del género: un espacio cerrado, la anomia de los personajes, una sociedad a la vez eficiente y amenazadora bajo una dirección misteriosa y omnipotente, etcétera. Pero lo que en Kafka es sorpresa y cierta rebeldía ante una realidad sobrevenida y desconocida, en Ishiguro es una meditación sobre la adaptabilidad del ser humano a una situación aberrante y sin embargo normalizada. Ishiguro, que es de nacionalidad británica y escribe en inglés, nació en 1954 en Nagasaki, la ciudad que unos años antes había sufrido el impacto de la bomba atómica. Podemos preguntarnos qué clase de ser humano es el superviviente de una explosión nuclear, cuál es su visión del mundo, cuáles sus creencias y esperanzas. La decisión de arrojar una bomba atómica sobre una ciudad implica la consideración de sus habitantes como insectos, o arañas. Los jóvenes clonados aprenden instintivamente a ser humanos a partir de la minusvalía social que significa ser considerados solo material orgánico de repuesto. Y el aprendizaje se hace a partir de unos pocos atributos que aún poseen porque su clonación ha sido perfecta para que sirvan de repuestos de primera calidad: una capacidad intelectiva normal y el afecto hacia sus iguales, no de familia ni de sangre sino el que se deriva del contacto, la compañía y la convicción de un destino común. La pregunta siguiente sería: ¿cómo se desarrolla este pasaje hacia la plena humanidad? Lo que implica contestar a otra pregunta previa.

¿Qué anhelos básicos alientan en un ser vivo? Diríamos que dos: la pertenencia a un linaje o a una familia y la evitación de la muerte. Saber de dónde vienes y vivir tanto tiempo como puedas. Estas necesidades y anhelos permanecen en los clones, están en su conciencia, y el hecho que hayan sido educados para ignorarlos no los borra de su pensamiento y en la novela dan lugar a sendos episodios en busca, tanto de las raíces como de la prolongación de la vida. En cierto momento, un grupo de ellos emprende una excursión para conocer a una mujer, el modelo humano a partir del cual se ha creado a Ruth. En la jerga de estos adolescentes, el modelo humano recibe el nombre de posible. En las ficciones distópicas, como hemos visto, es usual la aparición de términos que dan nombre  a hechos, cosas y personajes que tienen la misma función pero otro nombre en la realidad diríamos normal. Posible sería en este contexto sinónimo de padre o madre. Ishiguro utiliza neologismos elusivos, aproximativos, como de quien no conoce bien el lenguaje y ha de usar una palabra cualquiera, común, vulgar, para designar un significado específico cuyo conocimiento cabal le ha sido ocultado. Es posible que los clones procedan de algún tipo de generación, y en ese sentido parece ajustado que quien ha servido de matriz para su creación sea llamado posible. Este lenguaje es un modo sutil y finamente literario de aludir al estado de marginación y excepcionalidad en que viven estos jóvenes. Por supuesto, la excursión en busca de la posible de Ruth termina en un doloroso fracaso porque no hay modo de acreditar que la mujer que se ha querido creer que sea la posible lo es realmente, y Ruth, que había imaginado este encuentro, se inventa una razón para explicarse la frustración y volver a su normalidad, presidida por la ignorancia y la desesperanza, en la que sin embargo tiene que vivir.

Entre los internos de Hailsham corre un rumor de que si dos jóvenes forman una pareja y demuestran que están enamorados, los que deciden la incorporación a la última fase de sus vidas como donantes de órganos (fase que termina en la muerte y en la que morir se llama completar) otorgan a la pareja una prórroga de dos o tres años para que disfruten de su enamoramiento. Esta prórroga del destino final sería más probable, según otro rumor, si los solicitantes dieran prueba de su calidad como creadores a través de los trabajos realizados en Hailsham. A fin de beneficiarse de esta hipotética prórroga, Kathy y Tommy, por consejo de Ruth, que ya ha completado su ciclo de donante, forman pareja e intentan enterarse de qué hay de cierto en ese rumor esperanzador, lo que les lleva a buscar a las antiguas custodias (otro neologismo por profesoras o monitoras) del colegio, Madame y la señorita Emily, para preguntarles por la prórroga e instarles a que la apliquen a ellos. La conversación es devastadora para los jóvenes: la existencia de esa prórroga es un rumor sin fundamento y también lo es que la destreza artística sirva para aliviar el destino de los jóvenes. Tommy creía que sus dibujos servían para revelar su individualidad, lo que tenía dentro, y esa obra que lo definía también debía servir para, de alguna manera, salvarle. La señorita Emily le da la razón: aquellos trabajos debían servir para demostrar que los jóvenes internos de Hailsham tenían alma. ¿Por qué habría de demostrarse una cosa así?, pregunta Kathy, ¿es que alguien creía que no la teníamos? A lo que la antigua custodia responde: es conmovedor verte tan desconcertada, Kathy, porque eso significa que hicimos bien nuestro trabajo. Hailsham había sido un centro experimental, ya clausurado, en el que un puñado de cuidadores intentaron que los jóvenes se ejercitaran en las artes, el deporte y disciplinas del saber convencional para demostrar que si los clones (que en el colegio eran llamados alumnos) crecían en un medio humano y cultivado, podían llegar a ser tan sensibles e inteligentes como los seres humanos. Pero, ¿para qué se necesita la inteligencia y la sensibilidad en seres que no son más que reservorios de órganos destinados al trasplante? Este fue el criterio finalmente dominante en las autoridades que dirigían el programa de clones y lo que llevó al cierre de Hailsham. Madame y la señorita Emily están muy satisfechas de su trabajo pero el fondo de este episodio recuerda la inutilidad de la educación formal en una sociedad dominada por las diferencias de clase, casta o raza, en el que un colectivo está condenado a priori a una función subalterna y auxiliar, en este caso de materia prima para la donación de órganos humanos.

Las claves que hacen que Nunca me abandones sea un relato genuinamente distópico nos llevan a la última novela examinada en este ciclo. La caída de la sociedad en prácticas criminales por razón de su propia estructura y por la ceguera voluntaria de los individuos que la forman, y la invitación a imaginar nuestra realidad, personal y social, mediante esquemas que trasciendan el saber convencional, inútil a los efectos de cambiar la sociedad y al individuo.

Ensayo sobre la ceguera

Por todos los diablos, la ceguera no se pega. Tampoco la muerte se pega y nos morimos todos.

Mi general, esa debe ser la enfermedad más lógica del mundo, el ojo que está ciego transmite la ceguera al ojo que no ve, así de simple.

Estar ciego no es estar muerto. Sí, pero estar muerto sí es estar ciego.

Todos los relatos son como los de la creación del universo, nadie estaba allí, nadie asistió al suceso, pero todos sabemos lo que ocurrió.

Creo que no nos quedamos ciegos, creo que estamos ciegos. Ciegos que ven. Ciegos que, viendo, no ven. (Ensayo sobre la ceguera, José Saramago)

La distopía literaria ilustra sobre un estado en que los seres humanos han sido despojados de los atributos que nos permiten reconocerlos como humanos, y entre estos, el principal es la libertad. Esta puede ser coartada o suprimida por agentes externos o internos,  que a menudo operan juntos en una relación simbiótica. El escenario distópico habitual, como hemos visto, es una especie de cárcel o campo de concentración, que produce un tipo humano degradado, no solo en los prisioneros sino también en los guardianes. No debe ser casualidad que uno de los libros más penetrativos de la experiencia de Auschwitz se titule interrogativamente Si esto es un hombre (Primo Levi). La cuestión es pues la siguiente: ¿cuál es el límite de lo humano?, ¿en qué grado de la abyección o del abandono podemos decir que estamos ante un hombre o una mujer?, ¿en qué momento nosotros mismos atravesamos la delgada frontera que nos lleva a convertirnos en un ser degradado? En Ensayo sobre la ceguera, Saramago nos ofrece una fábula sobre los límites de la humanidad. Curiosamente, esta ficción es de entre las que hemos examinado la que más se acerca a la experiencia actual de la pandemia de coronavirus.

Una ciudad cualquiera, filas de vehículos esperan a que el semáforo pase al verde, llegado el momento reemprenden la marcha, todos menos uno que no arranca para irritación de los automovilistas que esperan detrás y que hacen sonar las bocinas. El conductor se ha quedado repentinamente ciego. Después de la consiguiente confusión, un peatón se ofrece a llevar al ciego a casa, conduciendo el coche de este, que después le roba. El ciego espera a su mujer y, cuando esta llega a casa, ambos acuden al oftalmólogo. El efecto de la visita es que el médico y los pacientes que aguardaban en la sala de espera también pierden la vista, igual que el tipo que ha robado el coche. Una epidemia de ceguera que sume a las víctimas en una bruma blanca, como un mar de leche, dice el narrador, se extiende por toda la ciudad sin que se sepa el modo de contagio. El gobierno adopta medidas de confinamiento brutales porque nadie se puede acercar a los afectados sin perder él mismo la vista. El grupo de personajes a través de los que el narrador nos introduce en la historia –el automovilista y su esposa, el médico y la suya, el tipo que ha robado el coche y los pacientes del oftalmólogo, una joven prostituta, un viejo y un niño sin parentesco entre sí- permanecen juntos y sus peripecias grupales sirven de referencia de lo que ocurre en la ciudad y quién sabe si en el país o el mundo entero. La novela tiene dos partes, cada una de las cuales en un escenario específico, que resumen la alteridad propia de la condición humana, ya sea como prisioneros o como seres libres. En la primera, los ciegos permanecen confinados en un establecimiento carcelario; en la segunda parte, un incendio provocado destruye el edificio donde están encerrados, lo que favorece la huida y el consiguiente retorno a sus domicilios en medio de una situación degradada porque todos los habitantes de la ciudad son ciegos.

¿Son los ciegos seres humanos? La pregunta es ofensiva si nos referimos a los que conviven en nuestro entorno, del que reciben los recursos necesarios para situar su condición en una cierta normalidad, que hace esta minusvalía socialmente irrelevante. Pero, ¿podríamos llamar humana a una comunidad de ciegos donde por fuerza habrían de operar reglas, hábitos y valores muy diferentes y mucho más limitados de los que rigen en la sociedad que habitamos? Los personajes de la novela, repentinamente enceguecidos, conservan la memoria del mundo en que han vivido y eso hace su situación lacerante e incierta, en la que se ha perturbado primero y desplomado después la organización social, pero individualmente conservan los atributos que los identifican como humanos, aunque no sabemos, y la novela tampoco nos lo dice, qué pasaría si la situación se prolongase indefinidamente, quizá entonces estaríamos ante la extinción de la especie humana o su mutación en otra especie distinta, en la que habrían de desarrollar sentidos que suplieran la falta de la vista. El malestar y la desesperanza que hemos encontrado en los personajes de la novela de Kazuo Ishiguro es consecuencia de la producción humana; en la novela de Saramago, es la condición humana.

La novela recrea episodios de la literatura de guerra y de prisiones, que resultan familiares al lector, si bien en este caso, la desgracia no viene del exterior sino que anida y brota del interior de los personajes cuyas diferencias individuales y sociales no se ven alteradas en lo esencial aunque de hecho estén laminadas por la común condición de la ceguera, que no implica ninguna mutación en el carácter de los individuos ni en el modo de relación entre ellos; siguen siendo los tipos previsibles que uno encuentra en su vecindario y lo que hacen y dicen no causa extrañeza al lector, como si él mismo encontrara lógica la ceguera y la compartiera. La astucia narrativa de Saramago radica en presentar una situación aterradora que no aleja al lector de lo que sería un relato casi costumbrista. Es como si a las palabras que componen un texto les faltara una determinada vocal; la incomodidad inicial del lector se amortiguaría al paso de la lectura a medida que esta carencia no le impidiera comprender el sentido de lo que está leyendo.  

La radical apuesta narrativa encerraba, sin embargo, un riesgo serio que el autor ha soslayado. Un narrador omnisciente que viese la situación desde el exterior hubiera impedido  la identificación del lector y la novela hubiera caído en el género de lo fantástico o de la ciencia ficción. Para soslayar este efecto, el autor hace que uno de los personajes, la mujer del médico, conserve la vista y los lectores lo sepamos. Esta condición vidente tiene tres funciones en la novela: la primera afecta al régimen interno del relato porque permite introducir cierta lógica a la supervivencia del grupo, que de otro modo sería ininteligible e imposible; segunda, porque este personaje establece una complicidad implícita con lector al que sirve de guía, y en el último lugar, porque introduce un factor de esperanza en el aciago destino de los personajes.

Al final,  el autor devuelve la vista a los supervivientes, pues hay otros que han perecido en el curso del relato y eso es irreversible, con lo que nos está diciendo que lo que hemos leído es un ensayo, como dice el título, ¿qué pasaría si en unas horas todos perdiéramos el sentido de la vista? La ficción exige que esta ceguera sea material pero también podemos, y debemos, pensar que vivimos en una ceguera congénita, que nuestra visión de la realidad y nuestro código de comportamiento son tan sesgados, limitados y parciales, que nos obligan a vivir en el mundo inhóspito, cruel y desesperanzado en que viven los personajes, en el que la naturaleza está degradada y es insalubre, los grupos sociales están atravesados de rencillas, las relaciones de poder y dominación se reproducen en toda circunstancia, la violencia contra las mujeres es endémica y donde la solidaridad y la empatía son bienes escasos y azarosos. Es el mensaje moral que nos envían las distopías desde las páginas de la literatura.