Los jubilados intentan, intentamos, realizar en el declinante tiempo que nos queda lo que no hicimos durante el periodo activo de nuestra existencia, alienados entonces en los quehaceres que nos impusieron las circunstancias. La naturaleza humana aspira a cumplir un destino legendario y lo intentamos en esta edad tardía, precaria y proclive al ridículo. El antiguo operario de la cadena de montaje elabora piezas mecánicas muy refinadas e inútiles en el tallercito del trastero de su casa; la ex dependienta de un comercio de ropa se empeña en cortar patrones y coser telas para crear los vestidos que vendió confeccionados durante décadas y el periodista de provincias ofrece a la globosfera las opiniones que nadie le pide desde la soledad de su blog. Podría resultar entretenido, e instructivo, indagar en los sueños de realización fallida que alientan en millones de jubilados con las facultades aún despiertas como para creerse en activo. Por ejemplo, ¿en qué piensan los militares españoles jubilados? Aquí la respuesta es muy sencilla, en dar un golpe de estado para salvar a la patria.

Setenta altos oficiales retirados, algunos de ellos tenientes generales, el más alto empleo del ejército, han dirigido una carta al rey reinante para advertirle, por si no se había enterado, que padecemos un gobierno social-comunista, asociado a filoetarras e independentistas, que pone en riesgo a la patria. ¿Y qué esperan estos vejetes que haga el rey al respecto? Pues está claro, convocarles para que vayan urdiendo un golpe de estado, as usual. Lo dice la constitución (artículo 62): el rey ejerce el mando supremo de las fuerzas armadas. ¿Qué más hay que explicar?

La  vida militar en tiempos de paz es arrasadoramente tediosa, hasta el punto de que nos hemos tenido que inventar una chamba a la que llamamos misiones de paz para enviar gente armada a lugares remotos del planeta con el fin de imprimir un poco de dinamismo al escalafón. Don Aznar, incluso, quiso entrar en una guerra para darle alegría al cuerpo, y en su defecto conquistó un peñasco. Entretanto, las horas y los días interminables pasan festoneados de rutinas cuarteleras y ceremonias inútiles, que los militares más inquietos distraen dedicados al estudio, al deporte o a los negocios particulares, rodeados de banderas, medallas y metopas que hablan de tiempos gloriosos sobre los que se va posando una fina capa de polvo. El ejército español, por ende, tiene pocas referencias históricas en las que recrear la memoria. Para decirlo en corto, la única victoria obtenida y bien aprovechada en los dos últimos siglos fue contra su propio pueblo desarmado.

Una de las mechas, y no la menos importante, que encendió el golpe de Mola y Franco fue la reforma militar de Azaña. Para la tradición militar española, la patria es una cuestión corporativa. A principios de los setenta, cuando este escribidor hizo la mili, el traje de gala de los oficiales incluía un cordón trenzado de color malva que les cruzaba el pecho y cuyos extremos se unían en el costado mediante una presilla dorada con la inscripción 1936-1939. Y habían pasado treinta años de la heroica gesta. Los civiles hemos oído en innumerables ocasiones durante las últimas décadas que la cuestión militar, así se le llamaba, había quedado resuelta con la democracia. Los militares que le han leído la cartilla al rey hicieron su brillante y próspera carrera en democracia. La nueva izquierda que está en el gobierno, formada por insumisos y  pacifistas, haría bien en reintroducir en su agenda la cuestión militar.