Encuentra pocas caras conocidas durante su paseo. La población ha mudado de edad y los rostros son ignotos, indistintos y siempre renovados, como ondas en el agua o nubes en el cielo . Los pocos conocidos que se cruzan en su camino son gente de edad, como él, cuyas rutinas coinciden con las suyas. La hora y el lugar del encuentro son una circunstancia previsible. Intercambian un saludo y hasta la próxima. Estos encuentros fugaces traen una satisfacción y una perplejidad, ambas muy breves y pasajeras. La satisfacción nace del reconocimiento de que ambos están vivos, lo que al viejo le importa sobre todo por él mismo. Murió es un verbo que adjetiva a muchos contemporáneos. Los rostros desaparecidos en la calle lo son, probablemente, porque ya no están en ninguna parte. A veces, es tan intenso el deseo de que no sea así, que el paseante se entrega a la alucinación de ver el rostro de un antiguo amigo en un desconocido, y tiene que reprimirse para no hablarle y pasar por chiflado. Ya le ocurrió una vez. A la vejez has de evitar parecer senil.
La perplejidad del encuentro la dicta el azar, por decirlo de alguna manera. Un condiscípulo de los escolapios, el camarero de un café frecuentado hace cuarenta años, la prima de una prima carnal, un colega al que juraste odio eterno en los albores de tu carrera profesional, la hija antaño rozagante y ahora talluda de una vecina de la infancia… pecios del naufragio. ¿Por qué estos tipos y no otros con los que te unieron lazos más cercanos, cálidos y generosos? No te engañes, los lazos del pasado, sean afectivos o circunstanciales, están todos deshilachados. Estos rostros que emergen del limo indiferenciado de la vecindad son teselas de un mosaico destartalado e incompleto. La imaginación del jubilado, lo que queda de ella, recrea el universo al que están asociados pero el relato le lleva a callejones sin salida, como apuntes de borrador de una novela fallida. Y así un día tras otro, los encuentros fugaces se convierten en una pesadilla.
La pandemia ha introducido un leve cambio en este guión. El obligatorio embozo nos aísla del aire que respiramos y de los sueños que nos poseen. La mascarilla nos oculta de los que se cruzan con nosotros, y ya sea involuntariamente o aposta, no los reconocemos más allá del bulto que viene en sentido contrario y al que hemos de sortear para que no nos escupa sus efluvios. Nadie hubiera imaginado que lo que nos separa del limbo es una mascarilla. Los impactos sociales, económicos y sanitarios de la pandemia son más o menos previsibles y a descifrarlos hay dedicada una buena porción de sabios y sabihondos pero ¿qué hay del impacto en nuestra conciencia?, ¿qué mundo encontraremos cuando nos despojemos de la fastidiosa mascarilla? Bueno, por ahora, todo el empeño está dedicado a llegar a ese día sostenidos por las propias piernas. No adelantemos acontecimientos, que diría un personaje de Beckett