República bananera es un término acuñado en los países fríos de democracia establecida para designar a las tierras calientes gobernadas por regímenes corruptos e ineficientes en los que, no obstante, se pueden hacer buenos negocios. Cuando hace cuarenta años creímos que nos habíamos librado por fin de nuestro pasado, ni en las peores pesadillas pudimos imaginar que el sistema democrático que nos hemos dado, como reza el tópico, inauguraba una monarquía bananera. La amnistía/amnesia que presidió el proceso transicional nos llevó a olvidar la historia y la semántica. República bananera es un término  conexo a otro de gran raigambre en el área de la cultura hispánica: el caudillaje. La figura del caudillo es la herencia más conspicua de la cultura política española en su propio territorio y en los dominios que colonizó, y desde Tirano Banderas de Valle-Inclán esta figura es un clásico de la literatura en castellano, explorada por autores de vitola como el paraguayo Roa Bastos, el guatemalteco Miguel Ángel Asturias, el argentino Domingo Sarmiento, el cubano Alejo Carpentier, el colombiano García Márquez y el peruano Vargas Llosa, entre otros.

El caudillaje es una solución de compromiso entre la monarquía desechada y la república imposible, entre los intereses privados de la oligarquía y los derechos universales de la población. Nuestro último caudillo se tituló a sí mismo caudillo para que la redundancia del significante y el significado disipara cualquier duda sobre la naturaleza de su mando. A su muerte y bajo su pauta se restauró la monarquía creyendo que avanzábamos hacia el futuro cuando en realidad volvíamos a la casilla de salida. Fingimos no darnos cuenta y ese disimulo explica el blindaje político y mediático que ocultó durante décadas las actividades lucrativas y extra legales del rey, características de lo que hizo el anterior caudillo y de lo que haría cualquiera en su lugar de privilegio. Ahora, cuando las sucesivas crisis han puesto al país en situación de mírame y no me toques, ha estallado la cosa, como la bomba de una guerra antigua y olvidada enterrada en el jardín, que explota mientras regamos los rosales. ¿Qué puede hacer el jardinero en esta circunstancia si sobrevive a la explosión?

De momento, seguir regando las flores como si nada hubiera ocurrido, aunque el vecindario esté alborotado por el estruendo. Los letrados del parlamento han vetado por cuarta o quinta vez la investigación del estatus y los negocios del rey emérito. La autoridad del órgano que representa la voluntad popular no llega a los negocios reales, aunque no hay ninguna ley que lo diga explícitamente. Esta resolución significa reconocer en el rey un cuarto poder del estado, autónomo respecto a los otros tres, a medio camino entre el poder absoluto de las monarquías de antaño y el poder controlado de las democracias genuinas; en resumen, el poder que detenta el caudillo, y que no emana de la ley del parlamento sino de su carisma como hombre providencial, al que la nación debe su bienestar, como nos recuerdan ahora al decirnos que don Juan Carlos trajo la democracia. La novedad conceptual del rey-caudillo ha provocado el galimatías político de estos días, 1) ¿la ley es igual para todos? 2) ¿hay que distinguir entre el individuo y la institución? y 3) ¿cuáles son los límites de la inviolabilidad real?

Estos aparentes enigmas tienen una respuesta fácil que, simplemente, no podemos admitir sin morirnos de vergüenza, a saber: 1) la ley es igual para todos pero unos son más iguales que otros, como en la granja de Orwell, porque el rey es la clave del arco del estado; 2) la persona y la institución son indistinguibles porque la institución es unipersonal y hereditaria, y 3) la inviolabilidad es total, a) porque el cargo es vitalicio y si lo deja por abdicación no pierde las prerrogativas de rey y b)  porque ningún otro poder puede limitar sus movimientos privados del mismo modo que no limita los del resto de la ciudadanía. Así que, a aguantarse. Todos los países tienen su karma y el nuestro sin duda es estar por toda la eternidad bajo la férula de una monarquía chunga. Y contentos, que podría ser peor.