Nuestros ciudadanos eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos, dicho de otro modo, eran humanistas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar” (Albert Camus, La peste).

Este año que ahora expira será recordado por las generaciones que lo han vivido como el año del coronavirus, de tipo 2 causante del síndrome respiratorio agudo severo SRAS-CoV-2, para decirlo con todas las letras, sin embargo puede aventurarse que el recuerdo no será muy intenso ni duradero. La peste, cualquier forma de peste, ha sido la compañera episódica de todas especies vivas, también de la nuestra: una circunstancia pavorosa que nos envuelve y acosa durante un cierto periodo, generalmente corto si se compara con la duración media de la existencia humana pero que se hace eterno mientras lo experimentamos y durante el cual la supervivencia es el único anhelo universalmente compartido. Vivimos a través del desasosiego que causa la pandemia con la tenacidad propia del superviviente y la convicción de que cada día de nuestra existencia es una victoria neta sobre la muerte. Pero, ¿qué nos está pasando? La literatura está llamada a dar respuesta a esta pregunta. El lector sabe que la peste está ahí y que su presencia condiciona la evolución del relato y la peripecia y reacciones de los personajes, pero lo que interesa de la narración es lo que ocurre más acá del campo de acción de la epidemia: el ámbito de lo humano que aún está a salvo de la enfermedad y de la muerte, aunque sea por azar y por poco tiempo.

Efectivamente, al sobrevenirles también allí la enfermedad, acosó brutalmente a los atenienses sembrando la destrucción en el ejército hasta el punto de que los primeros soldados atenienses empezaron a enfermar contagiados por el ejército de Hagnon, a pesar de que hasta ese momento habían estado sanos. (Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso)

En la Historia de la guerra del Peloponeso, Tucídides da noticia de la peste, probablemente una fiebre tifoidea a la que el clásico llama genéricamente la enfermedad, que llegó del norte de África a través del puerto de El Pireo y asoló la ciudad de Atenas en el 430 a.C. Para el historiador, sin embargo, la epidemia no es sino una circunstancia que condiciona la evolución de la guerra entre atenienses y espartanos, en la que estos últimos habían sitiado por tierra la ciudad: Durante todo el tiempo que los peloponesios permanecieron en territorio ateniense y los atenienses anduvieron en su expedición naval, la enfermedad continuaba aniquilando a los atenienses, de suerte que se llegó a decir incluso que los peloponesios por miedo a la enfermedad habían anticipado su salida del territorio, cuenta Tucídides. Las fuerzas terrestres de Atenas estaban consumidas por la peste y la ciudadanía, desmoralizada y al borde de la desesperación: les oprimía tanto la enfermedad como la guerra y cambiaron su manera de pensar, acusaban a Pericles de haberlos persuadido para entrar en guerra y que por su culpa habían caído en estas desgracias y por ello se mostraban prestos a llegar a un acuerdo con los lacedemonios. Pericles contraataca con un discurso a la asamblea ateniense, un fascinante tejido de argumentación política, persuasión emocional y arenga militar, que atajó el propósito de claudicación de sus conciudadanos y les devolvió la capacidad de resistencia. Pericles siguió al frente de la ciudad hasta que fue abatido por la peste al año siguiente y de aquella grandísima desgracia que se cernió sobre Atenas no queda más que la belleza inmarchitable a la vez que taimada de su discurso a favor de la resistencia.

Esta pestilencia tuvo tanta más fuerza porque se propagaba de las personas enfermas a las sanas con la misma prontitud con que se propagaba el fuego a las cosas secas o engrasadas que a su vera se encuentran.(Giovanni Boccaccio, El Decamerón)

Un grupo de jóvenes de alta cuna –siete mujeres y tres hombres- se recluyen (se confinan, diríamos hoy) en una casa a las afueras de Florencia para huir de la peste bubónica, provocada por la bacteria Yersina pestis, que asoló la ciudad en 1348. Los jóvenes distraen el encierro contándose cuentos ingeniosos, licenciosos y a veces también trágicos. Esta es, como sabemos, la materia de El Decamerón, de Giovanni Boccaccio. El libro no solo es, probablemente, el mayor clásico de la literatura relacionada con la peste sino que el episodio que da lugar a la reclusión de los jóvenes es el brote más virulento de la historia en esta clase de pandemia, que en Europa acabó con un tercio de la población. Boccaccio evoca la peste solo para situar el contexto e introducir las circunstancias que ocasionan la actividad lúdica de los jóvenes. Algunos de sus apuntes nos resultan familiares hoy: la mortífera peste fue originada unos años atrás en partes de Oriente, desde allí… prosiguió devastadora hacia el Occidente (…) no valía ninguna previsión ni providencia humana… limpiar la ciudad…prohibir que ningún enfermo entrara en la población…dar muchos consejos para conservar la salud…hacer actos píos invocando a Dios, procesiones ordenadas y otras maneras En Boccaccio, de manera explícita, la peste es lo contrario de la vida, y la única acción posible es huir de sus garras y entregarse a lo más excelso que la vida humana otorga, la creación de un universo regido por el ingenio y la buena fortuna.

La peste en la Grecia clásica es un accidente, como la guerra o los naufragios, un hecho impuesto por los dioses para poner a prueba al héroe. Tucídides recuerda sus efectos en los atenienses pero no se entretiene en los detalles de la epidemia, que sin duda le eran, además de desconocidos y peligrosos, superfluos para sus propósitos. La enfermedad, como la llama, debilitaba a los ejércitos y aturdía a la ciudad, es decir, alteraba el destino de Atenas, y eso es todo lo que había que saber al respecto. Boccaccio sí capta algunos rasgos de la peste –salíanles a hembras y varones unas hinchazones en las ingles y sobacos que a veces alcanzaban el tamaño de una manzana común– y lo hace con espanto. Descree que pueda ser combatida: para curar tal enfermedad no servía el consejo de los médicos ni el mérito de medicina alguna. La reacción es el enclaustramiento en un entorno ideal, una huida hacia el espíritu, no para invocar a los dioses sino para reinventar el humanismo. Aún habría de pasar tiempo para que la literatura se atreviera a confrontar el  humanismo con la peste, de tal forma que ambos jugaran en la misma cancha, y eso ocurrió en el siglo XVIII, en los albores de la sociedad liberal y del estado moderno.

Pero después de haber contado, como lo he hecho más arriba, que un hombre, al verse atado a su cama, y no encontrando otro modo de liberarse, le pegó fuego con una vela, que por desgracia estaba al alcance de su mano, y se quemó vivo en su lecho; y cómo otro, atormentado por un insufrible dolor, cantaba y bailaba desnudo en las calles, sin advertir lo extravagante de sus trastornos, decía que después de haber contado todos estos casos , ¿qué más puedo añadir? ¿Qué más puede decirse para dar al lector una imagen más viva de la desgracia de aquellos tiempos, o para darle una idea más completa de un desastre tan complicado? (Diario del año de la peste, Daniel Defoe)

En el Diario del año de la peste Daniel Defoe (1660-1731) ofrece una vívida crónica de la gran peste de Londres acaecida entre 1665 y 1666, un suceso del que el autor solo pudo tener algún remoto recuerdo infantil, pues tenía cinco años cuando ocurrió y su libro fue publicado en 1722. No obstante, el relato es de tal calidad, tan terso, vibrante y cercano a los hechos, que el lector lo recorre sin plantearse que es una ficción. La credibilidad de la crónica se ve reforzada porque el autor la atribuye a un narrador que firma con las iniciales H.F., correspondientes a un tío de Defoe, Henry Foe, que sí vivió el episodio, lo cual, desde luego, es también un truco literario. Defoe es si no el primero sí el más importante escritor de su generación que rompió con el canon clasicista isabelino, trató sin artificios temas que ocupaban la imaginación del común y popularizó un estilo descriptivo, llano y directo, que hoy llamaríamos con propiedad periodístico, tejido con una prosa atenida al detalle y al dato preciso y en la que el punto de vista del narrador/cronista no se oculta; al contrario, se hace explícito como una garantía de verosimilitud de lo contado.

La trama lleva al lector a visitar un Londres asediado por la peste de la mano de un narrador que empieza contando cómo tuvo conciencia de la presencia de la enfermedad, al principio vaga e indirecta para sumergirle luego, página a página, en sus efectos sobre la ciudad y las cuitas de los vecinos,  los que huyen y los que se quedan, los supervivientes y los difuntos, las desiguales consecuencias sobre las distintas clases sociales, el sacrificio de las cuidadoras de enfermos, el comportamiento en ocasiones alucinado y extravagante de los afectados, la vigilancia sanitaria y los enterramientos entre regulados y precarios, las ordenanzas municipales y las estadísticas de decesos, todo forma un material documental que el narrador ordena en un relato claro y calmo, destinado a ofrecer un panorama general de la epidemia a partir de la experiencia personal del narrador y de un cierto número de anécdotas particulares de las que ha sido testigo directo o ha tenido noticia a través de terceros, como haría un reportero moderno sobre el terreno.

Son innumerables las experiencias afectadas por la peste que son tratadas o aludidas en estas páginas y que nos resultan cercanas a nuestra experiencia actual, he aquí algunas: el dilema entre salvar el negocio o la vida; las enfermedades que pueden parecerse a la peste o derivarse de esta; la imprevisión de la población y de las autoridades ante los primeros síntomas; las calles desiertas y los peatones que se eluden al cruzarse en la acera; la promulgación de una ley del parlamento equivalente a nuestro estado de alarma; la institución de unos vigilantes vecinales equivalentes a los actuales rastreadores; los comportamientos incívicos que provoca el confinamiento; la disquisiciones sobre las formas de contagio; la prevenciones entre vendedores y compradores en el mercado; los rumores y la necesidad de combatirlos; los efectos económicos en términos de cierres de negocios y desempleo; las dificultades y disensiones para calcular el número exacto de muertos; la intromisiones en el derecho a la intimidad por la vigilancia; la crisis del comercio exterior equivalente a la actual crisis turística; etcétera. 

El estilo de Defoe establece una empatía diríase que democrática entre el narrador y el lector y su relato está impregnado de compasión y ecuanimidad hacia sus personajes, a los que reconoce tanto su fragilidad como sus reprobables mañas para la supervivencia. Defoe dejó un testimonio literario sobre un suceso histórico terrible pero sobre todo aspiró a que su legado fuera una pintura de la sociedad en una situación de crisis, o para decirlo de otro modo, un examen de conciencia colectiva. La literatura era para él, periodista de profesión, el relato de los hechos, mejor si eran extraños y sorprendentes, lo que le permitía ciertas libertades a beneficio del atractivo de la historia, aunque extraía los temas de hechos que estaban de actualidad. Estos rasgos se traslucen en el Diario del año de la peste, escrito en un tiempo en que el tema volvía a estar presente por un rebrote habido en Marsella en 1720 y sobre el que Defoe escribió también un opúsculo. En el Diario, el autor describe un episodio atroz y sostenido en el tiempo que desafía a toda la ciudad de Londres. El empeño del relato es contar cómo se produce esta respuesta. Defoe vertió en la historia su gran conocimiento de la sociedad londinense y de sus instituciones, sus cuitas y comportamientos, los errores y los aciertos, en una situación agónica en la que la lucha por la vida se convierte en una prueba de temple moral y probidad cívica. A la postre, los seres humanos derrotan al adversario y recuperan su vida y su dignidad. Para decirlo con una sentencia de Albert Camus en la novela que examinaremos a continuación: “Algo que se aprende en medio de las plagas, hay en los hombres más motivos de admiración que de desprecio”.

La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo que el hombre se dice que la plaga es irreal, un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa…

Nada es menos espectacular que la peste y por su duración misma las grandes desgracias son monótonas. En el recuerdo de los que los han vivido, los días terribles de la peste no aparecen como una gran hoguera interminable y cruenta sino más bien como un ininterrumpido pisoteo que aplasta todo a su paso (La peste, Albert Camus).

Albert Camus debió encontrar inspiración de la obra de Daniel Defoe para escribir La peste (1947). Esta novela es, por razones obvias de proximidad histórica y empatía literaria, más conocida entre nosotros que la de Defoe y también ha sido más leída durante estos meses de pandemia. La trama está inspirada en una epidemia de cólera que se registró en la ciudad argelina de Orán en 1849, sobre la que debió documentarse Camus para urdir su novela, como lo hizo Defoe con la gran peste de Londres. Sin embargo, la perspectiva y el propósito de ambos autores son muy distintos, así como el clima cultural de sus respectivas épocas y sus distintas formaciones humanísticas. Albert Camus (1913-1960) perteneció a la robusta cepa del moralismo francés y toda su obra puede considerarse una obra de juventud en la que el tema central es el rito de paso que nos hace hombres decentes en un mundo ajeno y hostil.  De esto trata también La peste, que Camus escribió a los treinta y puede considerarse como una alegoría en la que se pone a prueba el temple de un puñado de caracteres y se despliega un discurso moral sobre el sacrificio y el valor de la existencia cuando no esperamos recompensa trascendente, en una circunstancia en la que reina la muerte, azarosa, proliferante, indiferente. Lo que identifica a Defoe y Camus es la apuesta por la conservación de un orden humano en un mundo dominado por la negación de la vida. Las similitudes entre las dos obras terminan en este punto.

En la novela de Camus, la peste es un escenario en el que lo que importa es lo que piensan y hacen unos pocos personajes representativos del universo dramático del autor, inmersos en dilemas morales al albur de sus circunstancias, creencias y actitudes.  En este sentido, la peste no se distingue de cualquiera otra situación de las que nos impone la existencia: “¿Qué quiere decir la peste? Es la vida, nada más”, dirá el narrador en las últimas páginas de la novela. La historia está protagonizada por el médico Rieux, entregado a la atención a los enfermos, del que en la última parte sabremos que ha sido el narrador de la historia y en consecuencia la lanzadera mediante la cual el autor ha tejido la trama. Alrededor de Rieux pivotan unos pocos personajes a través de cuyos encuentros y diálogos reconocemos algunas de las preocupaciones características de Camus: el rechazo a la pena de muerte, el horror por el sufrimiento de los niños, la urgencia de una justicia sin venganza y de una moral sin la esperanza de recompensa trascendente, el desgarramiento del exilio y la separación de los seres amados, el dilema entre resistir a la muerte en la ciudad confinada o escapar de ella en busca de la dicha, la lucha contra la peste como un comienzo continuo (mito de Sísifo), son tópicos que al lector de Camus le resultan familiares, como lo son otros que aparecen en la novela y que pueden relacionarse con aspectos más íntimos de la personalidad del autor, como la presencia silente y consoladora de la madre, la empatía hacia los marginales de la ciudad, algunos de ellos españoles, su amor por el fútbol, y, por último, la omnipresente referencia a la naturaleza: el sol, el viento, el mar, el cielo estrellado, que se presentan impregnados de añoranza por la pérdida del paraíso de la juventud.

Por lo demás, el paisaje de la ciudad asolada por la peste sigue la pauta que ya hemos conocido en la novela de Defoe y, por lo que llevamos experimentado nosotros mismos en estos meses, es notablemente similar en todos los casos. A saber: un titubeante descubrimiento inicial de la epidemia – en este caso, unas ratas muertas- en la que nadie cree;  falta de recursos sanitarios, consejos de expertos y miedo a decir la verdad a la población; confusión en las listas de víctimas mortales; normativa de urgencia dictada por la autoridad competente; confinamiento de la ciudad; cuarentena de casas y barrios y contagiados asintomáticos; cuestionamiento de la utilidad de las mascarillas (“sirven para algo; no, pero dan seguridad”); ruina del comercio, aumento del paro y quiebra económica; levantamiento de hospitales de campaña; necesidad de aplanar la curva de contagios; disciplina social rigurosa que convive con una actividad muy desenvuelta en bares y cafés; en resumen, nada que no estemos viviendo ahora mismo.

En estas fechas, cuando ya contabilizamos un año de contagios, centenares de miles de defunciones en todo el planeta, un indigerible aluvión de datos estadísticos cambiantes y una mareante panoplia de medidas sanitarias y administrativas con su correlato de transgresiones de las normas de salud pública, cuando ya se empiezan a inyectar las primeras vacunas contra la Covid19, se puede imaginar que la pandemia ya es un ingrediente en relatos y borradores que pergeñan ahora mismo escritores en activo, pero no se ha publicado ninguna ficción que la represente, no hay todavía una novela de la gran epidemia de 2020, hasta donde sabemos.

Las novelas de Defoe y de Camus, las más cercanas a nuestra sensibilidad, están guiadas por un propósito moral ya que los relatos son básicamente mensajes sobre el comportamiento humano ante una crisis de salud pública de proporciones inmanejables y trágicas. Otro rasgo común en ambas novelas, que llama la atención al lector actual por lo que reconoce de su propia experiencia, son las similitudes de los procedimientos sanitarios y de la práctica social para combatir la enfermedad y su contagio, en esencia idénticos a los que se implementan ahora. Si se hace una lectura sincrónica de estas dos ficciones y de las informaciones que venimos recibiendo de los medios de comunicación desde hace meses se extrae fácilmente la conclusión de que la peste es una constante que pone a prueba a la humanidad cada cierto tiempo, y frente a la cual la respuesta de la sociedad y de sus autoridades es siempre, si no idéntica, sí muy parecida.

Pero no nos basta vernos como reflejos de una suerte de arquetipo ya consagrado; necesitamos un relato propio, que nos reconozca como sujetos históricos e irrepetibles, que nos cuente cómo somos nosotros, no cómo fueron nuestros antepasados. Esta hipotética ficción tendrá que apuntar algunas respuestas: ¿cómo ha cambiado la covid nuestra percepción del mundo?, ¿de qué forma y con qué profundidad ha alterado nuestras rutinas, relaciones, creencias y expectativas?, ¿qué clase de héroe emergerá de esta situación?,   ¿cuánto durará la huella de la pandemia en nuestra conciencia?. Queremos ser parte de una leyenda, no de una estadística. Entretanto, esperaremos sin más consuelo que otra cita de Albert Camus: Todo lo que el hombre puede ganar al juego de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo.