La autoría de la metáfora es de Felipe González, que designó con esta figura poética a sí mismo y a los ex presidentes del gobierno, que, a su entender, son apreciados por su valor histórico pero a los que nadie sabe dónde ubicar en el mobiliario doméstico. En efecto, si se tienen en cuenta las dimensiones y utilidades de una vivienda media española y las tribulaciones de sus habitantes, un jarrón chino es más un engorro que otra cosa. Lo demuestra a cada oportunidad el propio don González con sus intervenciones públicas. Él es un jarrón chino hablante, un producto más de la quincallería oriental, como el gatito dorado que mueve la patita y sin embargo caza ratones. Lo que no imaginaba don González cuando alumbró la metáfora es que podría hacerse literalmente realidad y que tendríamos un jarrón chino de cuya conservación se ocupa Patrimonio Nacional, el organismo público encargado de los reales sitios. La novedad es que se trata de un objeto nómada, viajero, elusivo incluso, al contrario que Aranjuez, La Granja o El Escorial, que están siempre en el mismo lugar a merced de los turistas.

Patrimonio Nacional provee al rey emérito, perdido en las arenas de Arabia, de reales servicios: ayudas de cámara y demás personal que adorna la dignidad de un monarca. Pasada la inevitable rabieta republicana al conocer la noticia, se imponen una observación previa y una curiosidad. La observación es de orden contable. Veamos. Si el rey reinante ha privado a su augusto padre de la asignación que le correspondería por su pertenencia a la familia real pero sin embargo no ha devuelto el importe correspondiente al tesoro, reservándoselo para imprevistos, y además pagamos del bolsillo común los servicios reales en el ¿cómo llamarlo? autoexilio del viejo rey, quiere decir que la monarquía resulta más onerosa a medida que es más disfuncional y más reprobable el comportamiento de sus titulares. Es como si estuviéramos pagando la fianza de un presunto delincuente del que sabemos que no será juzgado nunca por la sencilla razón de que, a pesar del tópico, no es igual ante la ley.

La curiosidad que se menciona en el párrafo anterior  es de otra naturaleza y hunde sus raíces en el opaco periodo histórico en que España fue Al Andalus y del que no queda rastro en la memoria pero que de alguna manera está presente como un espejo oscuro. Ningún español sabe -más allá de la Alhambra, que bien podría ser un parque de Disney- ni una palabra de los ochos siglos en que su país fue Dar al Islam y los ultra patriotas voxianos, herederos gozosos de esta ignorancia, creen que el mejor moro es que se ahoga en el estrecho de Gibraltar cuando intenta llegar en patera a nuestras costas, Pero los príncipes beduinos agasajan a don Juan Carlos como a un rey, le llaman primo y le regalan con una generosidad de la que son testigos las reales cuentas en paraísos fiscales que el parlamento español se niega a investigar. ¡Qué raro es todo esto! ¿Y si don Juan Carlos fuera descendiente del conde don Julián?(*). Ahí queda la pregunta para solaz de conspiranoicos de toda laya, tan profusos en estos días.

(*) Nota bene: El parentesco (imaginario) entre ambos personajes puede sacar de su tumba a Juan Goytisolo, que en cierto libro de fama denostó del borbón y vindicó al conde traidor.