Está el marco mental, ese concepto que popularizó George Lakoff hace unos años para identificar el prejuicio o la rutina con que interpretamos la realidad política cambiante. Iván el Terrible y la conjura de los boyardos es el marco mental a través del cual nuestra generación cinéfila ve los asuntos de Rusia, incluido el último, que se ajusta como un guante al relato de la película de Sergei Eisenstein. El zar Vladimir Putin y el boyardo Aleksei Navalni componen un episodio típico de la historia rusa en el que nada nos cuesta imaginar que el segundo ha sido víctima de un intento de envenenamiento por orden del primero.
La película de Eisenstein es grandilocuente y servil, hipnótica y repulsiva a partes iguales, y hacemos un favor a ese figurín de gimnasio que es Putin al compararlo con la apostura del intimidante Nikolai Cherkasov, que interpretaba a Iván en la película bajo la supervisión directa de Stalin. En cuanto a Navalni y su aspecto juvenil y franco, resulta difícil acoplarlo a los boyardos de la película, esquinados y torvos, como topos bajo las pellizas siberianas que llevaban sobre los hombros. Los buscadores de internet no ofrecen detalles de la biografía de Navalni más allá de que es un activista político competidor de Putin, pero del que nada sabemos sobre su origen social y económico, ni de su proyecto político, lo que quiere decir que al mundo occidental no le interesa el personaje excepto como peón de su propio marco mental. Quienes precedieron a Navalni en este empeño opositor fueron llamados oligarcas, un término que sí cuadra al de boyardo.
Rusia es una vastísima superficie plana y vacía, que da lo mejor de sí misma cuando se siente asediada o invadida, ya sea materialmente, como intentaron Napoleón y Hitler, o virtualmente, como parecen intentar ahora los países de democracia liberal. La autocracia es un régimen muy funcional para los intereses rusos y cuesta creer que las diminutas manifestaciones en las calles de Moscú por las libertades, vistas desde el Kremlin como una intrusión occidental, vayan a cambiar eso. Rusia puede asumir en sí misma todas las lacras occidentales, desigualdad social, corrupción económica, intervención política en terceros países, etcétera, incluso puede aumentarlas de grado, pero olvídense de que vaya a ser un calco de las democracias liberales. Ni siquiera es seguro que a las democracias liberales les convenga que lo sea. El estado de derecho está bien, pero los negocios también.
Y en esas llega nuestro paisano don Josep Borrell, paladín europeísta, cuyo caché político ha caído tanto que ha llegado a ministro de asuntos exteriores de la unioneuropea, para recordar al gobierno ruso que deben liberar a Navalni. Los rusos están muy lejos, hablan raro, profesan un cristianismo muy aparatoso y, según leemos en las páginas de sucesos, exportan mafias, pero no son tontos, de modo que su homólogo ruso ha respondido a Borrell con los presos del prusés. Un golpe directo al hígado. El marco mental también opera para juzgar a los españoles, que, como saben los rusos, son propensos a resolver las diferencias políticas con la cárcel y el paredón, si lo sabrán ellos que en el 36 vinieron aquí a echar una mano. El interlocutor ruso, señor Lavrov, ha afinado lo suficiente la respuesta para recordar que los presos catalanes lo están a pesar de las sentencias favorables recibidas en Alemania y Bélgica, con lo que por añadidura ha sugerido que la unioneuropea es un sindiós en el que cada país hace lo que le place, es decir, que es una entidad política irrelevante. Y ahora, ¿qué?