El poder judicial llega hasta la microbiología. Esta mañana, un tribunal regional ha anulado la norma de cierre de la hostelería porque, a su entender, no está suficientemente probado que la frecuentación de los bares esté relacionada con los repuntes de la pandemia. ¿Cómo podría probarse tal cosa suficientemente?, ¿acaso no es obvio? Diríase que hay un consenso por el que el encuentro y las proximidad de las personas, despojadas de las mascarillas y de las cautelas de la distancia, que es lo que se hace en los bares, es el único factor de difusión del virus. Es evidente que las restricciones a la hostelería  provocan un serio quebranto al sector y que estamos ante un problema político y económico de difícil resolución pero, ¿le corresponde a un tribunal dirimirlo? ¿Y si hay en el tribunal un juez negacionista que cree que la pandemia es un invento de Bill Gates y George Soros? No sería tan raro, en una famosa vista por una violación en grupo un miembro del tribunal apreció una jovial bacanal.

Es asombroso lo que mandan los jueces en este país. Se ve claro estos días en que se dirime si el pepé fue o no una organización empapada en corrupción, lo cual dependerá de una sentencia judicial, mejor o peor fundamentada -eso se verá en casación, o en el tribunal europeo o el día del juicio final-, y no de la evidencia acumulada durante años y años de prácticas maliciosas y de informaciones públicas que están en el conocimiento del común. Hasta tanto llega la sentencia, los jueces pueden chalanear en el proceso, como ese magistrado que intermedió como un viajante de comercio entre convictos y acusados, todos del mismo corral, magistrado incluido. La pugna de los partidos por la renovación de un órgano administrativo como el consejo del poder judicial da noticia de la importancia de los jueces a los que se encargan los entuertos que los poderes legislativo y ejecutivo no resuelven.  El manoseado tópico del estado de derecho, repetido como un exorcismo a la menor disfunción del sistema, encubre un subsuelo de dejadez, insolvencia y mala fe.

En un país donde la paz social es un hecho acreditado, a pesar de las tensiones a las que se ve sometido, los jueces son los únicos que pueden joderte la vida, así que no extraña que el cainismo latente delegue en ellos la venganza. Así ocurrió con el malhadado prusés, donde la deliberada inacción del gobierno de don Rajoy declinó perezosamente en los jueces la respuesta a las acciones independentistas y, donde el común vio una manifestación política, los jueces al cargo descubrieron sedición, un fósil del código penal. Otro tanto parece que va a ocurrir con el rapero Pablo Hasel (el rap en España es un género marginal pero radiactivo y ejercerlo, profesión de alto riesgo), condenado a dos años de cárcel por enaltecimiento del terrorismo e injurias a la corona. El terrorismo es una abstracción y ensalzarlo, si lo ha hecho, no es más peligroso que celebrar una misa satánica, aunque, bien mirado, también por eso podría ser emplumado el rapero o quien sea, si le ponen el ojo encima los llamados abogados cristianos. En cuanto a las injurias a la corona, parece un chiste más que un delito, habida cuenta el comportamiento de quien la ha llevado sobre las sienes.

Vivimos tiempos de cambio en la percepción del mundo y sus fenómenos, lo que significa debate y controversia. Los jueces comparten la miopía y el estrabismo generales pero, a diferencia de los demás, sus opiniones son resolutivas y tienen la última palabra.